La 'bodega del amor' y la tradición mistica en un texto chileno del siglo XVIII. - Núm. 39, Junio 2006 - Cyber Humanitatis - Libros y Revistas - VLEX 56845761

La 'bodega del amor' y la tradición mistica en un texto chileno del siglo XVIII.

AutorInvernizzi, Luc
CargoTextos

En la historia de la literatura colonial chilena, los textos escritos por mujeres constituyen una excepción. Ellos se reducen a los dos que diera a conocer José Toribio Medina[1], a fines del siglo XIX y a principios del XX: la Relación Autobiográfica de Sor Ursula Suárez y la Relación de la inundación que hizo el río Mapocho de la ciudad de Santiago de Chile, escrita en versos octosílabos y forma de romance por Sor Tadea García de la Huerta; ambos, textos del siglo XVII.

A ellos debiera sumarse el texto de otra religiosa, Sor Josefa de los Dolores Peña y Lillo, del cual Medina da escueta noticia al aludir a la "serie de cartas", dirigidas a su confesor, el jesuita Manuel José Alvarez, en las que ella narra "sus penitencias, tentaciones y visiones, arrobamientos y enfermedades".

Nuestra investigación[2], desarrollada a partir del manuscrito conservado en el Archivo del Monasterio de Dominicas de Santa Rosa de Lima de Santiago, al que Sor Josefa perteneció, nos permitió conocer la "serie de cartas" mencionada por Medina y constituir con ella el texto de un Epistolario, conformado por sesenta y cinco cartas que la religiosa escribió a su confesor, entre los años 1763 y 1769. La investigación ha permitido también estudiar el texto, desde una perspectiva que integra filología, estudios históricos y literarios que ha ido evidenciando la significación y valor de este Epistolario en el contexto conventual femenino chileno del siglo XVIII, a cuyos códigos, modelos, normas y tradiciones el texto de Sor Josefa adscribe pero, a la vez, transforma, e incluso, transgrede.

De esa dual relación del texto con elementos del contexto en que se inscribe surge la singularidad del Epistolario de Sor Josefa de los Dolores Peña y Lillo que, como la gran mayoría de los escritos de religiosas hispanoamericanas de los siglos coloniales, se presenta como actualización del canónico discurso confesional de monjas, pero con significativas variantes[3].

Quiero ocuparme aquí de una de esas variantes, manifiesta en una imagen que, a mi modo de ver, junto con ser recurso propio del lenguaje figurado que Sor Josefa emplea en sus cartas, se constituye en signo que concentra y expresa la singularidad con que se actualizan en el Epistolario elementos de la tradición literaria en la que el texto se inserta. En este caso, se trata de la transformación que nuestra monja opera en una imagen tradicional de la literatura mística, la de la "bodega del amor", la que se hace presente explícitamente en dos lugares del texto, siendo el más significativo el siguiente: "unos días parese que Dios, nuestro Señor, por su infinita misericordia, mete el alma en el retrete de su corazón y, puesta allí, le da a gustar de un suave y deleitoso vino que corrobora, reconforta y esfuersa el espíritu y aunque este licor embriaga y saca de cí, no voltea ni la aparta un instante del objeto que ama, antes cí, parese es esta mutasión que siente para despegarla toda de cí y de todo lo que no es Dios, para unirse íntimamente con el alma en quien parese tiene puestos sus divinos ojos ... "[4].

La mística "bodega del amor" se ha convertido en "retrete del amor" es decir, en "cuarto pequeño en la casa o habitación destinada para retirarse", según la definición de "retrete" que entrega el Diccionario de la RAE, señalando que es acepción actualmente en desuso.

A propósito de esta imagen y de los sentidos que pueden postularse para la transformación de la mística "bodega" en ¿místico? "retrete" de amor en el texto de una religiosa chilena del siglo XVIII, será posible también aproximarse al tema del carácter místico y de la vinculación con la prestigiosa tradición de la literatura mística española que, a veces con cierta ligereza o liviandad, suele atribuirse a los escritos de monjas del período colonial de Hispanoamérica.

Sin embargo, antes de abordar el tema propuesto, será necesario observar las modificaciones de elementos de la tradición y del contexto que se manifiestan en distintos planos del Epistolario y en relación con las cuales la transformada imagen de la mística "bodega del amor" no es tan solo ejemplo ilustrativo sino, además, figura del texto mismo en cuanto espacio de transformación de códigos y modelos y de las consiguientes tensiones que ello genera. Consideraré en primer lugar, las que se advierten en el modo en que se actualiza en el texto de Sor Josefa el discurso confesional de monjas que es el modelo al que ella debiera ceñir su comunicación con su confesor.

En su forma canónica, ese discurso era producto de una práctica escritural conventual estrechamente ligada a las de la penitencia, examen de conciencia y confesión y, como tal, era parte del proceso de perfeccionamiento espiritual que las religiosas debían llevar a cabo bajo la dirección de sus confesores y guías espirituales que eran quienes ordenaban constituir este discurso en el que las monjas debían darles cuenta de sus "estados del alma" con el fin de que ellos los examinaran y pudieran orientarlas en su vida espiritual.

Respecto de esa situación de producción del discurso, el de Sor Josefa difiere en varios aspectos. Primeramente, porque, según declara, es ella, y no sus superiores conventuales o eclesiásticos, quien decide escribir las cartas, quien elige su destinatario --el padre Manuel Alvarez-- por considerarlo el único que puede guiarla espiritualmente y quien se empeña, con férrea voluntad, en mantener la relación epistolar con él, a pesar de las múltiples dificultades que debe enfrentar y los poderosos obstáculos que se le oponen. En segundo lugar, porque la escritura, si bien es asumida por Sor Josefa como penoso "trabajo" que debe realizar dentro de las prácticas penitenciales y de mortificación necesarias para su perfeccionamiento espiritual, también constituye para ella personal desahogo de las angustias y padecimientos de alma y cuerpo que permanentemente le afligen y para las cuales busca alivio y consuelo en la comunicación con "su" padre Manuel, constituido así, a la vez que en confesor, en "archivo de mis secretos", amigo-confidente.

Los cambios que se observan en la situación de producción de las cartas determinan los que se advierten en la situación enunciativa del Epistolario la que muestra significativas diferencias con la del discurso confesional caracterizada por la asimetría de la relación enunciante-destinatario que, en el plano discursivo, homologa las de subordinación y dependencia de la autoridad y poder de los confesores en que se sitúan las monjas dentro del mundo conventual.

Esa asimetría se reduce precisamente por la forma de carta personal, íntima, privada que adopta el discurso de Sor Josefa y que imprime ese carácter a las figuras, identidades, funciones con que se representan enunciante y destinatario y las relaciones entre ambos en la situación enunciativa del Epistolario. En esta, la propiamente confesional del discurso dirigido por al monja al confesor para que la oriente espiritualmente adquiere connotaciones personales al articularse con aquella de la carta en la que el enunciante, por necesidades personales de expresión y comunicación enuncia un discurso referido a su propia persona que busca la relación y diálogo con el destinatario, concebido como próximo, cercano, amigo-confidente, en quien se representa a ese "otro" imprescindible para el logro de los propósitos afectivos y de autoconocimiento que son inherentes al género epistolar, en su forma de carta personal, íntima, privada[5].

De allí que la figura con que se representa la enunciante del Epistolario contenga, por una parte, los rasgos de poco valer, escasa virtud, rudo entendimiento, limitada razón y capacidad expresiva, dependencia del juicio, saber y autoridad del confesor con que se autorrepresentan las monjas en sus escritos y, por otra parte, los de mujer que, a través del permanente examen de conciencia y del ejercicio de la escritura, va adquiriendo conocimiento de sí y desarrollando una capacidad reflexiva que le permiten, por momentos, discrepar de su confesor e incluso ejercer funciones como las de interpretación y consejo, reservadas a este, el que así, en cuanto destinatario de las cartas de Sor Josefa, se representa limitado en algunas atribuciones que asignan a confesores y guías espirituales las normativas y disposiciones eclesiásticas.

A lo anterior se agrega el componente afectivo, propio de la carta personal, que nuestra monja incorpora a la relación enunciante-destinatario, contraviniendo abiertamente normas establecidas en la rigurosa preceptiva que regula la confesión y el discurso confesional en la que explícitamente se proscribe de la relación monja-confesor "familiaridades y afectos particulares" y "todo trato que no sea materia de confesión"[6].

Contravención que, consecuentemente, también se manifestará en el plano de los contenidos del Epistolario donde los "afectos particulares" de Sor Josefa tendrán su lugar y se incorporarán en el discurso que, conforme a la preceptiva, debe tratar solo de la vida espiritual de las religiosas; materia a la que ellas refieren y representan en términos que corresponden a concepciones y lenguaje propios de la espiritualidad ascético-mística cristiana. De allí que lo narrado y descrito sean predominante y casi exclusivamente experiencias vividas por las monjas en las distintas etapas de su vida espiritual concebida como arduo "camino de perfección" que deben recorrer para llegar a la relación íntima o unión con Dios que es la meta a la que debe conducir y en la que culmina la trayectoria espiritual. Integradas en ello están la narración de experiencias o fenómenos extraordinarios --visiones, audiciones, revelaciones, místicos arrobos y sueños, levitaciones-- y la descripción de los "afectos y efectos" que suscitan en las religiosas, que ellas enunciaban entre dudas y temores y que los confesores debían examinar con especial rigor y cuidado pues en el contexto contrarreformista de los siglos XVI y XVII y, aún en el XVIII...

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