El contrato dirigido - Contratos. Tomo I - Doctrinas esenciales. Derecho Civil - Libros y Revistas - VLEX 232234845

El contrato dirigido

AutorArturo Alessandri Rodríguez
Páginas81-91

El contrato dirigido1

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  1. Uno de los principios fundamentales del derecho contractual moderno es el de la autonomía de la voluntad, que consiste en la libertad de que gozan los particulares para celebrar los contratos que les plazcan y determinar su contenido, efectos y duración.

    En virtud de esta autonomía, los particulares pueden pactar los contratos que mas convengan a sus intereses, sean o no de los reglados por la ley; combinar unos y otros entre sí; atribuir a los contratos que celebren efectos diversos de los que la ley les señala y aún modificar su estructura. Pueden, por ejemplo, estipular un pacto comisorio en un contrato unilateral, convertir en bilateral un contrato naturalmente unilateral, subordinar el perfeccionamiento de un contrato consensual por naturaleza al otorgamiento de un instrumento público o privado. Pueden, igualmente, determinar con entera libertad el contenido del contrato, en especial su objeto, y la extensión y efectos de los derechos y obligaciones que engendre; fijar su duración; señalar las modalidades que han de afectar-les; alterar, modificar y aún suprimir las cosas que son de la naturaleza del contrato; determinar, entre las diversas legislaciones de los Estados, aquélla por la cual ha de regirse el contrato, etc.

    De ahí que las leyes relativas a los contratos sean, por lo general, supletorias de la voluntad de las partes; sólo se aplican en el silencio de éstas. Y que la misión del juez, en presencia de un contrato, se reduzca a interpretar o restablecer esa voluntad. El juez no puede desentenderse de ella, mucho menos puede substituirla por la propia.

  2. Esta autonomía no es, sin embargo, absoluta. Como todos los derechos y libertades, tiene sus limitaciones. Desde luego, los contratantes no pueden alterar, modificar, ni variar las cosas que son de la esencia del contrato que pacten. Si lo hicieren, el contrato, o no produciría efec-

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    tos civiles, o degeneraría en otro diferente, como dice el artículo 1444 del Código Civil. No podrían, por ejemplo, pactar una compraventa o un arrendamiento sin precio. No pueden tampoco estipular nada que vaya contra las prohibiciones legales, el orden público o las buenas costumbres. Tales estipulaciones serían nulas absolutamente por ilicitud de objeto o de causa de acuerdo con los artículos 10, 1461, 1466, 1467 y 1682 del Código Civil.

  3. La autonomía de la voluntad, tal como la consagran el Código Civil chileno y los Códigos extranjeros vigentes, es la aplicación en materia contractual de los principios liberales e individualistas proclamados por la Revolución Francesa y que alcanzaron su mayor auge durante el siglo XIX. Si los derechos, se dice, son meras facultades que la ley reconoce a los individuos para que puedan desarrollar su personalidad y satisfacer sus necesidades, si la libertad es la base de la actividad humana, claro está que aquéllos pueden obrar como mejor les plazca, no siendo, naturalmente, contra el orden público o las buenas costumbres.

    Consecuencia de ello es que la voluntad debe ser limitada sólo en casos extremos y que la intervención del legislador en materia contractual debe reducirse a lo estrictamente indispensable, porque, siendo el contrato el resultado del libre acuerdo de las voluntades de personas que están colocadas en un perfecto pie de igualdad jurídica, no puede ser fuente de injusticias, ni engendrar abusos.

    A tales extremos ha sido llevada la autonomía de la voluntad, que son muchas las disposiciones legales que se ha pretendido interpretar diciendo que serían la voluntad tácita o, presunta de los interesados. Así, la sociedad conyugal, que se forma entre los cónyuges por el hecho del matrimonio en defecto de capitulaciones matrimoniales, sería el régimen matrimonial tácitamente adoptado por los esposos, que si quedan sometidos a él es precisamente por no haber expresado su voluntad al respecto; y la sucesión intestada sería el testamento presunto del difunto. Es decir, se supone que quien no ha testado y, por lo mismo, no ha expresado ninguna voluntad, habría tenido el propósito tácito de que sus bienes se distribuyan en la forma dispuesta por la ley.

  4. Estas exageraciones de la teoría de la autonomía de la voluntad, unidas a las transformaciones económicas, políticas y sociales de la época en que vivimos, han provocado severas críticas en su contra.

    No solamente se ha negado a la voluntad toda fuerza creadora de obligaciones, no sólo se ha sostenido que la única voluntad que el legislador debe considerar es la declarada, cualquiera que haya sido la voluntad real, porque es la única que los terceros conocen, sino que el principio

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    mismo de la autonomía de la voluntad ha sido atacado en sus propios fundamentos.

    No es efectivo, se dice, que un contrato no pueda ser fuente de abusos e injusticias, ni que ambos contratantes se hallen colocados en el mismo pie de igualdad. Seguramente será así si se examina el problema desde el punto de vista de la igualdad jurídica; pero si se le examina en atención a la igualdad real, efectiva, esa pretendida igualdad es un mito, porque, de ordinario, es uno de los contratantes quien impone las condiciones del contrato al otro. Esto es lo que acontece en los contratos llamados de adhesión, que son aquellos en que una de las partes dicta las condiciones con arreglo a las cuales ha de celebrarse el contrato, condiciones que la otra se limita a aceptar lisa y llanamente sin poder discutir y, muchas veces, sin conocer. En estos contratos la autonomía de la voluntad no existe. ¿Quién, al comprar un pasaje en la boletería de un ferrocarril, se atrevería a discutir el precio del transporte? No tiene más recurso que aceptar la tarifa establecida por la empresa. ¿Quién es el que, al interesarse por un objeto en un almacén que vende a precios fijos, pretendería obtener una rebaja en el precio o facilidades para su pago, cuando precisamente la base del negocio radica en que aquél sea fijo y pagadero al contado? ¿Quién, al contratar un seguro, discute las cláusulas que figuran impresas en la póliza que le presenta la Compañía aseguradora? Ni siquiera tiene tiempo ni paciencia para imponerse de ellas, porque tales cláusulas suelen estar escritas con caracteres tan pequeños que es menester una lupa para descifrarlos.

    Aún en los contratos de tipo clásico, llamados de "libre discusión", en que las condiciones del contrato son debatidas libremente por los contratantes, siempre suele haber una voluntad que prevalece, porque son muchos los casos en que el contrato se celebra bajo la presión de necesidades más o menos apremiantes. ¿Quién podría sostener, sin negar la realidad de las cosas, que el obrero y el patrón discuten las condiciones del contrato de trabajo en un pie de...

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