Los contratos sobre el cuerpo humano - Derecho Constitucional - Doctrinas esenciales. Derecho Constitucional - Libros y Revistas - VLEX 233538505

Los contratos sobre el cuerpo humano

AutorHenri Mazeaud
Páginas535-547

    Conferencia pronunciada en el Aula Magna de la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile el 25 de septiembre de 1949. Versión castellana de la abogado Srta. Violette Uziel.

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Junto a las reglas escritas, existen en el derecho francés reglas tradicionales, unánimemente respetadas y seguidas. No se encuentran grabadas en las Tablas de la Ley; su evidencia ha parecido dispensarlas de su expresión. Son axiomas jurídicos, tal vez no indemostrables, pero que a nadie le parece necesario demostrar. Los denominamos adagios.

Entre estos adagios, uno de los más comúnmente acogidos es el siguiente: "La persona humana no está en el comercio". No estar en el comercio es, como lo dice el artículo 1128 de nuestro Código Civil, no poder ser objeto de una convención, de un contrato. Artículo 1128: "Sólo las cosas que están en el comercio pueden ser objeto de las convenciones".

Así, pues, la persona humana está fuera del comercio jurídico, está por sobre las convenciones de los hombres. Y por persona humana hay que entender no sólo el cuerpo humano y con él la vida y la integridad física, sino que también la libertad, el honor, los sentimientos del corazón y todos los derechos de la personalidad, como la patria potestad, o, con anterioridad a 1933, la potestad marital. Nada de esto se vende o se compra, ni se da, se arrienda o se presta.

Todo esto, todo este conjunto, constituye la persona, que se opone al patrimonio división fundamental de nuestro derecho. En tanto que el patrimonio está en el comercio, que los bienes y los créditos son objeto de transacciones, la persona está colocada fuera de todo alcance humano, fuera de las convenciones.

El principio sólo presenta dos excepciones, la primera más aparente que real, el matrimonio y el apremio personal.

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El matrimonio, si bien en cierta medida es una convención sobre la persona, es en nuestra legislación civil mucho más un sacramento, "un sacramento civil", recordando la expresión de que se servía Bonaparte durante la discusión del Código.

En cuanto al apremio personal, ha desaparecido casi por completo. La persona del deudor ya no es la garantía del acreedor. Tan sólo en casos muy limitados, si el crédito tiene su fuente en una infracción penal, puede todavía el acreedor atentar contra la libertad de su deudor, hacerlo encarcelar; última sobrevivencia del derecho del acreedor de pagarse sobre la persona del deudor.

Digo "sobrevivencia", porque la exclusión de la persona del comercio humano no es de aquellos principios que se remontan a las primeras civilizaciones. Es, al menos en el Occidente, la obra del Cristianismo, que no cesó de luchar para hacer admitir el carácter sagrado de la persona humana, obra de Dios, sustraída de la acción, de los hombres.

En el antiguo Derecho Romano, el de la Ley de las Doce Tablas, el principio es desconocido. La persona humana está en el comercio: se vende, se arrienda y se mata como a un animal. El padre de familia es el amo soberano de las personas que están bajo su potestad; puede enajenarlas a voluntad. El acreedor es dueño de su deudor; puede venderlo como esclavo; puede matarlo; si son varios pueden descuartizar y repartirse el cadáver; ¡en aquella época los deudores generalmente pagaban a sus acreedores!

Ciertamente que desde antes del advenimiento del Cristianismo, esa barbarie había desaparecido. Pero subsistía la esclavitud y la persona humana carecía de todo carácter sagrado. Ya se imponía la idea de que el hombre, al menos el hombre libre, era y debía seguir siendo dueño de su cuerpo: "tu cuerpo es tuyo". Pero todavía no surgía la idea más elevada de que el cuerpo no pertenece a ningún hombre, que pertenece al Creador, que la vida es el don de Dios.

Esta idea del respeto de la propia vida y del propio cuerpo, como de la vida y del cuerpo de los demás, fue impuesta por la Iglesia como un dogma. La persona, colocada bajo la sola mano de Dios, queda sustraída de la acción de los hombres, de sus convenciones, de su comercio. "La persona humana no está en el comercio".

Nacido del Cristianismo, el adagio se ve confirmado por los filósofos individualistas. Los Derechos del Hombre triunfan con la Revolución Francesa; el individualismo con el Código de Napoleón. Y si éste no consagra un texto a la exclusión de la persona del comercio, es porque la regla parece tan evidente que nadie piensa en enunciarla.

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Luego, durante generaciones de juristas, cada uno va repitiendo que la persona humana está por sobre las convenciones. Nadie discute el principio, nadie experimenta la necesidad de justificarlo y ni siquiera de analizarlo.

Y, repentinamente, el ataque, brutal, total. Este principio, que todos creían intangible, cede por todos sus lados, ya no existe más. Es al menos lo que en 1931, en su estilo vibrante y colorido, afirma el Decano Josserand (D. H. 1932, Chr. I). La persona humana, dice, "se rebaja al nivel de una cosa; se comercializa, se patrimonializa; estaríamos tentados a escribir que se americaniza". Dejo establecido que, en el pensamiento de Josserand, este último término se refiere a la América del Norte.

Se dan luego varios ejemplos (Cf. André Jack, Les conventions relatives à la personne physique, Rev. crit. 1933.362). El seguro de vida, ese "juego de la vida y de la muerte", es un contrato lícito. Y, sin embargo, se trata de una convención sobre la vida humana, a tal punto que en el antiguo derecho francés se la proscribía por inmoral y odiosa. Lo que significa que desde entonces las cosas han cambiado mucho.

¿Y el cirujano? ¿Acaso no celebra con su cliente una convención en virtud de la cual se compromete a cortar, a mutilar un cuerpo humano? ¿Acaso no celebra un contrato sobre la persona? Nadie pensaría en declarar ilícita tal convención.

¿Y el dador de sangre? ¿No vende su sangre al enfermo a quien se hace la transfusión? La nodriza ¿no vende su leche? El contrato celebrado entre un peluquero y su cliente ¿no tiene por objeto ir en menoscabo de una parte del cuerpo, el corte de pelo?

Pues bien, ¿no son válidos todos estos contratos? Esto es porque la persona humana ha caído de su pedestal, ha caído a la categoría de simple mercadería sobre la que pueden versar válidamente todas las transacciones. El viejo adagio, nacido del Cristianismo, reforzado por el individualismo, ha muerto. La persona humana está en el comercio.

En presencia de estas vigorosas objeciones, importa precisar el problema: analizar la regla, determinar su alcance, preguntarse si subsiste y en qué medida y lo que significa. Dejando a un lado los atributos de la persona: libertad, honor, sentimientos del corazón y derechos de la personalidad, sólo trataré, para mayor simplicidad, el centro mismo de la persona: el cuerpo humano; examinaré únicamente los contratos que tienen por objeto el cuerpo humano, las convenciones relativas a la vida o la integridad física, convenciones que denomino pactos de sangre.

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¿Es, pues, cierto que, como lo afirma, o parece afirmarlo el antiguo adagio, no es posible contratar válidamente en detrimento de la vida o de la integridad física de un ser humano?

La pregunta no es susceptible de una respuesta absoluta. Una distinción se impone de inmediato al espíritu.

Hay dos clases de atentados contra la integridad física: por una parte, los que o significan un bien para la persona o...

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