Correcciones elementales. - Núm. 52, Septiembre 2009 - Cyber Humanitatis - Libros y Revistas - VLEX 632229365

Correcciones elementales.

AutorValdebenito, C
CargoParte 1 - Obra de ficci

Frente a nosotros los edificios se alzaban en una explanada de varios niveles y el inferior se había convertido en estacionamiento. Había viento, mucho viento.

--Recuerdo aquella nena atada a la cama ... se la metí hasta por las orejas y al final, me oriné encima de ella--dijo.

--¡Por Dios, papá, vas a conseguir que me ponga mal de los nervios!

--Creí que eras el chico duro.

--Eso es sólo porque no me cambio camiseta a diario. ¿La dejabas deglutir algo?

--¿Qué es deglutir?

--Vete a la mierda ¿Le pasabas el baño?

--¿Qué baño? Allí no había baño.

--Oh, Dios, pero hombre y ¿qué hiciste con ella?

--La desaté, si no me engaño.

--¿La desataste?

--Al final la desaté. No quería que me acusaran de pervertido, de violador o de asesino.

--¡Qué atento!

--Pero estaba borracha, así que creo que no se va a acordar de nada.

--Bien pensado.

--Vamos ... ¿quieres pelea o sexo?

--Hummm ... quiero sexo.

--¡Camarera!--gritó mi padre.

La camarera de aquel bar era su dama. La muchacha llegó con un trotecito.

--¡Bebidas!--dijo mi padre a su dama.

Yo imaginé que realmente le iba a pedir a su dama que se quitara la falda, para darme lo que pedía. Pero no, sólo ordenó bebida. Entonces le escruté la cara a fondo, él llevaba el cabello lacio y la fatiga reflejada en su rostro, ligeramente encorvado, pero todavía espigado. Llenó su vaso con bebida y aproveché ese momento para decirle, con energía, que me marchaba. Casi dejó caer el vaso y palideció. Yo intuía que debía irme de allí, si no lo hacía podía darme por muerto. Siempre me he preguntado si aquel diálogo fue producto de nuestra completa ausencia de sentido moral, incapacidad crónica para amar o delataba el retrato exhaustivo de dos tipos fuera de serie o sólo pretendíamos hablar fuerte, claro y alto.

Menos de seis meses después, tomó un tarro de bencina del garaje, se roció el cuerpo de los zapatos a la cabeza y se prendió fuego. Cuando lo encontraron aún respiraba. Lo llevaron a una clínica. Mi madre se sentó al lado de mi padre y se pasó casi cinco días cogiéndole la mano y procurando mantenerlo cómodo. Al quinto día, mi madre salió a sacar dinero del cajero automático y cuando regresó mi padre había muerto. En fin, ya es cosa del pasado y, sin embargo, ¿cómo no iba a sentirme responsable de aquello? ¡Por Dios, era mi padre!

Mi primer intento de suicidio fue cuando estaba a punto de cumplir los veintiuno o un poco menos. Por aquel entonces yo andaba con aquella muñequita. Ella; delgada, flexible y siempre con una minifalda a ras de culo. Ella tenía novio y con el autor de estas líneas, la muñequita, hacía el desaguisado. Un día dijo: "Claudio ... Ya no puedo, no, no, no." Ella amaba al novio y a mí ... Bueno, a mí me amaba, pero él era el novio. Y ella era SU novia. Estuvimos un lapso en silencio, intentó darme una palabra de aliento que, contra mi quebrantada voluntad, yo desprecié. Se había acabado para mí. Lo decidí ese mismo momento. Iba a aplastar mi flaca humanidad. El reloj marcaba cerca de las seis de la madrugada del domingo. Me paré en una esquina esperando. Un camión o un micro son, hasta donde yo sé, armatostes poderosos, con las que puedes inventar un buen numerito para hacer al mundo testigo de tu derrota; y eso ¿aportaba en algo? Si en ningún sentido aportaba, entonces yo me decía; "No, ¿y qué?" A la distancia vi avanzar la mole: enorme, imponente, indestructible. Bastaba que diera el paso en el momento preciso y zas. Pero qué significaba eso; ¿sexo?, ¿un juego? No, aquello delataba el melodrama mediocre, la melodía insignificante y barata. La típica mierda mentirosa, fullera, latina. Pasaron uno, dos micros. El acólito, en actitud de espera, montando guardia. En la claridad las luces de la ciudad parecían anémicas. Riendo, me dije: "Maldito imbécil, tú no quieres matarte". Crucé la calle en dirección de un teléfono público, lo descolgué. Gracias a Dios estaba en buen estado. Llamé a Valeria, mi amiga que el resto de los bufones creía desequilibrada, pero para mí estaba totalmente cuerda. Valeria pertenecía a esa clase de mujeres que podía sacarte del oscuro agujero. Ella poseía una gran capacidad de ternura y me quería mucho más de lo que había esperado. Pasamos un día magnífico en la brisa de junio. Ahora lleva tres o cuatro años casada. Esa tarde, retornó a su casa y yo sabía que no nos volveríamos a reunir en mucho tiempo. Ella me miró a los ojos, me jaló del brazo y me abrazó.

Leonardo me venía a ver porque pronto se iba de viaje. Se marchaba a visitar el santuario de ballenas del sur de Chile y no sabía si para siempre. Él y su pareja llegaron a una especie de acuerdo. No logré entender si se casaban o no, pero parecía ser que sí. La pareja, Caty, se mostraba como una mujer muy práctica. Leonardo concluyó que tener a Caty cerca, lo compensaría contra cualquier clase de disgusto que le podría provocar en el futuro.

Leonardo me contó esto sentado en mi alfombra y comiendo galletitas.

--Me estoy dando cuenta de una cosa. Me estoy dando cuenta de que tienes un apetito descomunal--le aseguré, mientras me afeitaba.

Leonardo se dirigió a la mesa. Husmeó en la ensaladera. Tomó un pedazo de pizza, la mordió y luego se largó con la pizza en la mano. Mientras terminaba de afeitarme llegó Paula, se dio unas vueltas delante de mí y me preguntó qué me parecía. Intenté pensar qué me parecía, pero fue lo máximo que conseguí pensar y no logré decir nada.

Tras una pausa, Paula me pidió, en tono demasiado indiferente, la dirección de Carlota y de Romina. Se la di y se esfumó. Las dos muchachas ocupaban el mismo departamento. Tal vez pasaría mucho tiempo, hasta que otra mujer como Paula entrara en mi vida o se largara de ella. Salí a la calle. En la vereda me encontré con Ernesto y con Preiss. Entre otras cosas me preguntaron si volvería a salir con Valeria. Les respondí que por supuesto, aunque no lo visualizaba en mis planes de manera concreta; además, afirmé que Valeria nunca había estado loca y que nunca podría estarlo y que, incluso, la consideraba una mujer sensible, transparente, extraordinariamente guapa, bien vestida y muy mundana. Nos despedimos. Me senté en un paradero, saqué una carta--firmada por Rodrigo--de mi bolsillo. La guardé en el pantalón sin leerla. Entré a un supermercado a comprar algún dulce, allí me crucé con Maka y nos saludamos con una sonrisa; no conversamos, pero sí nos saludamos; al final no compré nada y me metí a un café y escuché a unos muchachos discutir de Poe y luego se pusieron a conversar conmigo. Es triste llegar a un momento de la vida en que es más fácil dialogar con mocosos sobre Poe que leer a Poe. Y hablamos de Elvis, de las tetas de las gemelas Campos, de Don Francisco, de Lee Harvey Oswald y de Canes. Y en este país de mierda, aburrido y arribista ¡quién no habla!; hasta el Presidente habla como papagayo, ese amoroso analfabeto habla de la cultura; recuerdo cuando en un documental de televisión atribuyó a Jorge Tellier la memorable Residencia en la tierra de Neruda. Es como atribuir a Roberto Gomez Bolaño (el creador del Chapulín Colorado), el film 2001 Odisea del Espacio de Kubrick. Hay una hora en que todo suena espantosamente falso. Y, justamente, ese pesimismo tan profundo, tan desolador, tan a tono con los hechos, me daba aspecto desarrapado, diáfano, despreocupado.

Aquello no era tan malo después de todo. Es difícil hacer el tonto cuando la mitad del mundo se esfuerza igual que tú. Estaba seguro que un día no volvería a ver a mis hermanitos de la pasión con sus espíritus temblorosos. Llevaba mucho tiempo sin dormir y andaba demasiado cansado para armar lío. En un momento me encontré solo entre las mesas, cerraban. Salí del café y caminé sin rumbo un buen rato. Luego caminé hasta un supermercado y luego más allá. Todo resultaba hermoso en aquella madrugada de agosto. Me cobijé bajo un árbol viejo y enorme que florecía en medio de unos bloques de edificios. Allí dormí durante dos deliciosas horas, sin más molestia que la de algún zancudo ocasional. Me desperté con un fuerte dolor de cabeza y un frío de muerte. Seguí recostado allí, desalentado. El frío calándome hasta los huesos. Me pregunté dónde estaría Paula y su cuello de porcelana. Dónde estaría, en uno o dos años, cada uno de los muchachos. Qué sería del rostro moreno y rechoncho de Leonardo. Qué sería de Carlota y sus prominentes labios y de su dominio para manejar las conversaciones más triviales, que se divierte con todo y con todos y que, a veces en la noche, sonreía cálida y agradablemente a la vida cuando la verdad y el dolor le hacían frente con dulzura.

Dios, ¿en qué tipejo vanidoso me había convertido yo? Como persona, tal vez, superaba la inquina del monstruo horrible, pero las mujeres, sencillamente, me odiaban (como si fuera la larga sombra de una historia dolorosa y sórdida) o me adoraban con una debilidad infantil, vergonzosa, indefinible. Constituía la ley de la vida, una ley tan volátil que podía inclinar la situación en un sentido u otro. Las mujeres querían seguridad para procrear y, en segundo lugar, para tener sexo. El hombre quería pezones enfundados en sostenes, sus uñas, su pelo, sus pestañas encrespadas, carne, carne, carne, sexo, sexo, sexo. La mujer suele destilar amor por aquellos bastardos y bestias. Ellas siempre se ligan al mierda más pestilente. Parece que siempre andan detrás del farsante más descarado. Lo curioso, lo raro, extraño y singular es que percibe en el hombre algo que ella no desea saber, no desea mirar en esa dirección y comprobar quién es, ya que la mujer sabe que el farsante sobrevive más y mejor en esta sociedad y, en consecuencia, lo prefiere. Así que estaba allí. Yo; el tipejo. Ella; frente a la vitrina. Yo miraba el cinturón colgándole por el rabo. Ella, muy sexy. La mayoría de los machos crecen y terminan siendo maduros y arrogantes, lo que conlleva indefectiblemente un hado trágico y, en las ocasiones en que logran (por los pelos, siempre por los puros pelos) entablar una aparente comunicación con las...

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