Correcciones elementales. - Núm. 52, Septiembre 2009 - Cyber Humanitatis - Libros y Revistas - VLEX 632229377

Correcciones elementales.

AutorValdebenito, C
CargoParte 2 - Obra de ficci

Me habían pedido que preparara un texto sobre la contingencia de los países subdesarrollados y la inserción de líderes latinoamericanos en el mundo. Debía leerlo en un seminario organizado por la Fundación Trabajo para un Hermano. La actividad sería difundida a una bohemia poblacional por unos parlantes gigantescos que llegarían a tres o cuatro inadaptados dispuestos para el jolgorio, si es que llegaba a alguien, y, para éstos, la regla indefectiblemente consistía en no escuchar absolutamente nada de lo que se decía. Yo me había despreocupado del asunto. Pasé unas tardes con Paula en su casa. Y luego, el fin de semana, con Leonardo y Carlota. Durante cinco días vagué con mis compinches. Al llegar la fecha del compromiso no tenía absolutamente nada preparado y vagamente recordaba aquel "seminario." El día anterior me llamaron para confirmar mi asistencia. Respondí con inusitada convicción, y hasta con gravedad, que estaba listo, dispuesto y con entusiasmo. Y me froté las manos de placer. Colgué el teléfono. Dos minutos después sentí la palidez de mi cara, la humillación espantosa. No me quedó más que improvisar. Mis primeras palabras, dichas con algunas copas encima, fueron:

Osama Bin Laden tiene razón por el lado que se le mire. Ellas necesitan que les den de patadas en el poto. A ellas les gustaría eso, se quedarían en casa y cuidarían a los peques y lavarían, alegres, los platos. Eso es lo que hay que darle a una mujer. Cualquier otra aptitud rabiosa, muchachos, sería el descalabro, el infierno y la perdición, lo juro. A ellas les encanta recibir sopapos. De vez en cuando hay que hacerlas papilla. Hay algo en eso. Algo tan humano. Así es que les voy a dar de patadas y a chicotear. Y luego me iré con ellas a bailar a la cama. En ese sentido, Bin es un hombre civilizado. Un muchacho razonable. Nada mejor que Alá y que Bin. Bin será terrorista, pero no tonto. Para morir en la ley se debe haber aprendido algo de la naturaleza humana. Y para morir en esta ley, se tiene que haber aprendido algo de la mujer. Así que vamos a sacudir a las mujeres, pero sin abusar del asunto, más aún, sin hacerlas víctimas de un lamentable acto de vandalismo. Darles lo justo y necesario para mantenerlas alegres. Y al despertar te traerá desayuno, te la chupará y te limpiará el culo. Y ella será feliz. Luego expresé otras ideas que no fueron muy buenas y cerré la intervención de improviso.

Lo que siguió fue que percibí entre el publico unos ojos ostentosos, una cara paradójica y más atrás una risilla nerviosa. Recibí pifias varias e insultos de algunos de mis colegas panelistas. Yo no entendí muy bien por qué. Yo ni siquiera había comprendido mis propias palabras. Me habían parecido insignificantes, básicas. Al final parecía una foca amaestrada dando el espectáculo. Sólo eso. Salí a la calle; el aire tibio, la noche horrible, las promesas de cada siniestro callejón eran tan grandes que creí que estaba soñando. Toqué una puerta.

--¡Vaya! ¡Si es Villanueva!

Al día siguiente estaba en mi casa. Pasé el invierno sin mayor contratiempo y empezaba la primavera. Reposando en la alfombra chupaba una caluga y comencé a cavilar. Mi madre decía: "Crié un holgazán." Mis amigos de la calle repetían: "Cuidado con esta sabandija anodina, nihilista, taciturna." Si he de ser sincero, adoraba a los holgazanes tanto como adoraba las cálidas manías del nihilista, anodino, taciturno; me gustaba pensar que los hombres se dividían en unos u otros. Por ejemplo: Hitler, de la misma manera que Stalin o Marx, a mi modo de ver, poseía la veta, el filón de los segundos. En cambio el Papa y Buda y Noé y Mahoma, llevaban en lo más hondo de sus entrañas el impío, pérfido y sustancioso magma del holgazán. Con respecto a unos u otros yo le explicaba a quien quisiera escuchar; "¡Jesús!, a la gente le encanta creer que uno adora esa mierda. Así es que adelante. Antes, ahora y después la raza humana se muere por creer en algo, lo que sea, o no creer en nada. Por ejemplo, yo creo que fue bellísimo lo de los secuaces de las Torres Gemelas, la más bellísima patada en el culo de Bush y de Dios. Dirán: ¡Hombre! ¡Estás loco! ... no sé, pero envidio a los secuaces, hay que ser un hombre con testículos de acero para hundirse en el infierno por principios, los que sean; pero Bush, oh, Bush, Bush, estaba muy ocupado en esconder su trasero fofo, no se sabe dónde; le gritó al mundo: sálvese quien pueda. ¡Oh, Bush! Por supuesto fue un acto demasiado humano para no creerlo. Por eso no hay cómo no preferir al terrorista, más aún, pienso que debieron comenzar la fiesta por La Estatua de la Libertad, pegarle en el alma al gran Dios Mierda." ¡Viva Osama! ¡I love CIA!

Dejé de reflexionar en aquello. Saqué de mi cabeza a Bush y a mis amigos. Aquel día mi madre, a primera hora, se ausentó de la ciudad. Esto dejaba la casa a mi entera disposición. Desayuné y luego que mi madre se marchó de viaje, me quité la ropa y volví a la cama. Me reventé un grano, me rasqué el sobaco y me bajé el pijama. Me froté el escroto y luego el bálano. Al instante salió semen y acto seguido me limpié con la sábana y tras esto me dediqué a escuchar el ruido de los vehículos que pasaban.

Mientras me relajaba en la cama, tenía una extraña sensación en el cuerpo. Era como si flotara. Como un globito hinchado de aire. Sentía como si levitara. No podía comprenderlo. Pronto dejé de preocuparme por ello. Estaba cómodo, no me sentía agonizar.

Un momento después me levanté. Bajé al despacho. En la casa de enfrente había una muchachita de unos nueve años, piel blanca, cara famélica. Llevaba puesto un cortísimo y ajustado vestido celeste. Estaba sentada en la reja de su casa, que se ubicaba directamente delante de la ventana del despacho de la mía. Podía mirarla bien, más allá del vestido. La vigilé oculto atrás de la cortina, desnudándola con mi mirada. Me empecé a excitar. Nuevamente me masturbé. La chiquilla parecía no querer moverse de allí. Así que tomé el teléfono y llamé a Leonardo. Le expliqué que si se apresuraba, podía alcanzar a ver una prudente porción de aquel calzón. En quince minutos Leonardo llegó a mi casa. Entró al despacho. Ni siquiera me dirigió la palabra. Entreabrió la cortina, husmeó y se acomodó en una silla metálica. Leonardo se empezó a excitar. Decía: "¡Sigue! ¡Sigue! ¡Eso es! ¡Sí! ¡Sí! ¡Es Dios! ¡Es Dios!"

Al final yo me aburrí y él se quedó, a lo menos una hora, gritando como demonio. Leonardo poseía una curiosidad fenomenal. En medio de aquel barullo afirmó:

"¡Claudio, te has convertido en un loquito fascista!" No sé a cuento de qué señaló aquello, pero lo señaló.

Leonardo se transformaba velozmente en un caso. Si lo hubieran visto por la noche, cuando se sentaba a la mesa, picaba un poco de comida y tiraba los huesos a los gatos. Tenía siete gatos.

--Me gustan los gatos--decía Leonardo--. En especial los que lanzan maullidos desesperados cuando los enjabono y los meto a la tina de baño.

Qué cínico, a los pobres los tenía abandonados y nunca enjabonaba ni la cola de un gatito.

Un día yo le conté que había visto a un grupo de turistas en la Vega Monumental. Al grupo lo conducía un monitor. El monitor parecía alemán y llevaba un anillo gigantesco colgado en el lóbulo de la oreja. Se apoyó contra un mesón para descansar un momento cuando surgió un tipo de la nada y le quitó la oreja antes de que el monitor pudiera gritar. De pronto se dio cuenta de que no tenía oreja. Leonardo lo único que logró decir frente a este episodio fue: "¡Ji ji ji!" Cuando se reía, contraía los labios y la risa le salía del vientre, de muy lejos, y se doblaba hasta tocar las rodillas. Se rió mucho rato. Luego gritó alegre: "¡Claudio, estás hecho un fascista!" A continuación se quedó en silencio y preguntó: "¿Y Preiss?"

Por Prat entramos al centro. Lloviznaba. Preiss se apretó el abrigo que olía a sopa fría. Llevaba un pañuelo al cuello tipo "fin de semana en Costa Brava". No me alegré en lo más mínimo. Él, por el contrario, estaba encantado. Pasamos por un barrio lleno de edificios y grúas inmóviles. Entramos en un café que había por allí y nos sentamos en una mesa diminuta cuya ventana daba a una avenida que llegaba prácticamente hasta el horizonte.

El café era lo que cabía esperar; luz oculta de tubos fluorescentes, cuadros en las paredes estilo parisiense, mesas de terraza y un camarero muy elegante que nos dirigió una mirada rápida e imposible de analizar.

--Creo que podrías ser un gran amante.

--Gracias--dije, mientras nos acomodábamos.

--El otro día estuve con aquella comediante peruana.

--¿Si?

--Sí, deja que te cuente, esa chica es bastante lasciva, estudió ingeniería y se involucró con uno de sus profesores, cuando se ventiló el asunto echaron al profesor y a ella, un año más tarde, le cancelaron la matrícula. Luego trabajo por un tiempo de reponedora en un supermercado y se involucro con el supervisor entonces los echaron a los dos. No es una analfabeta, quizá creas que es una estúpida, pero es una excelente muchacha, bonita, buenos modales, sosegada y lo más maravilloso es que parece que la envuelve una especie de niebla infinita.

Se acercó el camarero y Preiss le pidió dos cafés. El camarero anotó en su libretita y se alejó.

--¿Sí?--continué.

Yo estaba más que seguro que él ya le había arremangado el vestido y las enaguas por encima del sostén hasta las axilas y ahora, a toda prisa, deseaba deshacerse de ella.

--Sí, no ha conocido a ningún hombre de verdad en Chile. Quiere conocerte.

--Oh no. Yo ya no existo, no voy a bailes, fiestas, lecturas y esa caca. La gente me aburre. No puedo explicarlo. Además estoy estupendo con Paula.

--Sólo estás empotado, eso es todo. Es muy simple, estás empotado.

--Bueno, ¿y qué?--dije yo.

Y como tantas veces, cuando estábamos en una sesión de café y copas, contando historias, al final no sabíamos cómo habíamos llegado a donde habíamos llegado.

--Así es que tu padre se suicidó porque dejaste preñada a su dama.

--Ya te dije que eso no es cierto, le deprimió que ella...

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