Correcciones elementales. - Núm. 52, Septiembre 2009 - Cyber Humanitatis - Libros y Revistas - VLEX 634766901

Correcciones elementales.

AutorValdebenito, César

[ILUSTRACIÓN OMITIR]

PRIMERA PARTE

Mediado de año, estación insoportable.

Francisca amaba las salas de baile e ir con esos tipos que escupían y hueveaban, sacándose o poniéndose calzones y sostenes, y fulanos que fumaban y brincaban como sapos (lo que hacían a las mil maravillas). Les aseguro que ella podía construir una vida allí. Yo no. Allí se iba gran cantidad de dinero, de oxígeno y parte importante de mi vida. No era ni bueno ni malo, era horrible. Me daban ganas de gritar: "Ya está bien. ¡Acaben con la mierda! ¡Aquí no hay nada que yo no pueda hacer en 10 minutos y ustedes llevan horas haciendo el tonto!" Un día lo grité, pero mi grito desapareció entre la música. El punto era que eso no estaba mal; estaba bien, pero no suficientemente bien. Quizá, todos ellos, ya lo han olvidado, porque las cosas pasaban tan rápido en aquellos tiempos. Comprendía que la sala de baile era su victoria, su premio, su venganza, su religión.

Recuerdo una de las discusiones. Francisca en el sofá, viendo un video, gritaba: "¡Quiero bailar! ¡Quiero vivir!" Ella siguió observando el video. Estaba de espalda a mí. Una espalda pequeña, malvada. Una espalda que se siente estúpidamente segura de sí misma. Eso me enfureció. "Me largo", dije. "Tú no te largas", afirmó. Una espalda con la que no era posible entenderse. Pretendía que se callara; que se volviera hacía mí, pero sentía tal rechazo hacia ella, que no quería tocarla. Tiré un plato al suelo. Se quedó muda, pero no se dio vuelta. Dejé caer una taza, arrojé otra. Vi, en su espalda, que tenía miedo, pero era obstinada y no le importaba y no pretendía rendirse. Una de las últimas noches que conversé con ella, pasamos una hora caminando por el Paseo Peatonal. Llegamos a Prat y nos metimos en un bar. Había un montón de tipos y de niñas con camisas rojas o trajes completos (espeluznante). Habían, también, chulitos que se ganaban la vida por la noche con tristes homosexuales. Francisca entró con los ojos entornados para verlos bien. Había maricones, marinos hoscos, delgados y enajenados yonquis y universitarios bien vestidos o en camisetas desteñidas con la cara de Ghandy, Alí o Marilyn Monroe. Era uno de los tugurios en el que se podía fraguar toda clase de planes turbios y cualquier tipo de actividad sexual para amenizarlos. Echamos un vistazo aquí y allá. Nos miramos. Esa noche no dijimos nada importante. Al final no podía ver bien su cara, un adefesio recogió los vasos y arrugó las servilletas.

Salí a la calle y di vueltas por el centro. Salí del centro y crucé un barrio residencial. Vagué por esas calles semivacías hasta encontrar una plaza, y la plaza no se me antojaba a nada de nada, regresé a mi casa y el silencio era sepulcral. Subí al segundo piso, crucé el pasillo y entré al baño; junté la puerta y me quité los zapatos, los calcetines, el pantalón, el calzoncillo y la camisa. Largué el agua. El sol atravesó la celosía. El agua fría corrió por mi cuello. Bajó por mi espalda. Mientras estaba allí escuché abrir la puerta de la casa. Oí el sonido de los tacos de mi madre subir la escalera.

--¿Claudio?--preguntó.

--¡Sí!

--¡Dios! ¿Y qué pasa con el escritor?--gritó, burlándose.

--¡El escritor es el que pone la sangre, las bolas y el cerebro o ausencia del mismo!--le repliqué. La oí detenerse en el pasillo.

--¿Claudio, quieres un trocito de queque y café?

--Sí, sí.

--¿Con chocolate encima?

--Vale.

Se rió de mí. La escuché entrar a su pieza y cerrar la puerta. Corté la ducha. En ese momento entendí que necesitaba terminar aquella relación con Francisca, que ya no me interesaba. Francisca era una buena muchacha. Sí, eso era, una buena muchacha. Sin embargo, cuando descubrí que, además, se había convertido en una gran mentirosa, me sentí completamente engañado (hasta cuando iba a beber cerveza con una amiga decía que iba a comprar el diario y una vez la hallé mamándosela a mi padre). Había amado su infelicidad silenciosa, expresada sólo en la sexualidad y sensualidad. A la mañana siguiente me di cuenta que, de alguna manera, se había acabado. Muy temprano tomé la micro que me llevó a su casa. En el amanecer gris y sucio miraba ansiosamente por la ventanilla: casas rojas, palmeras, cines, jardines; pasaban automóviles en dirección al centro, hacían gestos frenéticos; toda aquella locura, la tierra prometida. Hacía frío. ¿Qué me dicen de eso?

Aquella temporada terminé con Francisca, o mejor dicho, fue una determinación de común acuerdo. Cuando le di a conocer mi intención ella se tendió en el sofá, indecisa, sin inquietarse, y siguió cavilando como un espíritu realmente cavilador y, al final, aceptó encantada. Entonces me invadió la sensación de que todo había muerto. ¡Desatado! ¡Libre! Liberado de un cautiverio del que, en el fondo, deseaba seguir cautivo. Ernesto me propuso que lo tomara con calma, me contó un chiste, lo expresó bastante enfervorizado, hastiado de tanta sensibilidad, y me subió un poco el ánimo. Ernesto era un tipo alto y tieso como un palo, un mechón de pelo le caía sobre un ojo. Él estaba convencido de ser un buen amigo, sincero, leal; aunque yo estaba rodeado de tantos amigos sinceros y leales que esas palabras no eran más que adjetivos para mí. Ernesto parecía un tipo relajado por el sencillo hecho de fumar marihuana continuamente. Ernesto me confesó que estaba enamoradísimo de Carlota. Yo le confesé que, si fuera él, me daría un buen revolcón con ella y la trajinaría sin contemplaciones. Bostezó y se tapó la boca con la mano. Luego disfrutamos comentando aquella vieja historia de Carlota; un año antes, abril de 1991, encañonó a un hombre. El hombre había sido el esposo. Lo obligó a arrodillarse en el polvo suplicando que le perdonara la vida. Ella le apuntó con un revólver (una reliquia que el padre de Carlota había adquirido en una subasta) y le cantó cuatro verdades, mientras los ojos del ex marido se llenaban de lágrimas. Trató de hacerle comprender que no podía seguir pisoteando los sentimientos de la gente, pero el ex marido, simplemente, lloraba, temblando de miedo y asegurándole que todavía soñaba con ella, asegurándole que

guardaba la carta de amor que ella le hizo llegar hace mucho tiempo y que la leía noche tras noche. No sé por qué aquello me pareció penoso y, si no me engaño, ridículo, más allá de cualquier expresión. No sé por qué me pareció tan penoso y ridículo, pero así lo sentía.

A Ernesto ya mí la historia nos abrió el apetito. Un deseo fuerte y muy firme salía de nuestras entrañas, en consecuencia pasamos a la Fuente Alemana. Nos metimos en el local como si fuéramos multimillonarios pidiendo completos y bebidas. Comimos con ganas y fruición; en un segundo despachamos los platos. Yo robé la propina que Ernesto dejó a la camarera, las otras camareras pusieron caras consternadas. Ernesto soltaba risas y hablaba sin parar. Me explicó que los animales también amaban. No discutí. Es posible. ¡Qué sabía yo! Ni siquiera estaba seguro de si las mujeres amaban o si nosotros amábamos. No es que el mundo haya dejado de amar exactamente, sino que estaba falto de genuina lujuria. ¿Qué había ocurrido? ¿Un suspenso, un momento apoteósico o emocionante? Salimos a la calle, doblamos en la esquina y nos despedimos. Pensé en Maka. A Maka le gustaban los preservativos, a mí no. Francisca usaba pastillas. A Francisca siempre le quedaba la ropa perfectamente ajustada. A Maka le fascinaba acariciar al perro más roñoso de la plaza. Me parecía tierno y divertido verla acariciar a los perros de la plaza. Era humana. Paula decía que éramos la pareja perfecta, "pues la terre est ronde". Pensé en Maka y Francisca. ¡Mujeres!, pensé.

Miré el espejo. Apareció el tipo delgado, el mocoso que olía a arte por todos lados. Se veía que había nacido para crear, para crear cosas magníficas. Un tipo totalmente libre, nunca perturbado por algo tan trivial como una jaqueca o dudas sobre sí mismo. Lenitivo. Placentero. Ooooh, ¡puaf! Me adoraba a mí mismo, pero no me gustaba en el espejo. Y lo que me cagaba era que creía ser casi un genio, pero no lo era: yo no era nada. Entonces, Maka entró al baño y preguntó qué pasaba.

--Por favor, estoy tratando de borrarlo de mi mente. Es absolutamente estúpido--expliqué.

Supongo que los dioses la habían enviado para salvarme o para terminar de poner mi cuello bajo la hoja de la guillotina. Yo continué mirándome al espejo.

--Vamos, corta el rollo--dijo.

--Está bien ... mierda ... salgo enseguida, me voy a hacer una paja primero.

--¡Tú sí que te controlas, machito! ¿Cuándo me toca?

--Tengo buenas noticias.

--Quiero escucharlas.

--Todo lo que quede es solamente tuyo.

--¡Hombre, eso es realmente maravilloso! Asentí con la cabeza. Y luego dije:

--Maka, eres buena, eres realmente buena.

Dos noches después Maka estaba desnuda sobre la cama y yo en calzoncillos, habíamos puesto una música muy suave y ninguno de los dos deseaba echar un polvo, ya que a mí, en ese instante se me ocurrió que era una tarea digna para un Hércules del Sexo, lo que yo no era, y cuando empezamos a dormitar ella me hizo recordar--al susurrarme al oído eres un chiquillo desesperado--la desesperación de mis trece años. En la entrada del caracol por Caupolicán, yo era un bicho flaco de pelo largo, me resbalé en la acera y cuatro carabineros enormes saltaron sobre mí y me golpearon en la cabeza repetidamente. El pelo me volaba por la fuerza de los golpes. Después de cada golpe uno de ellos me amenazaba con matarme por medio de unos pistoleros alquilados. De las sienes me comenzó a fluir sangre. No gritaba ni lloraba, sino que, presa del estupor, me arrastré hacia la cuneta y en el instante que un palo reventó mi ceja derecha distinguí a un fotógrafo que me enfocaba y le hice el signo de la victoria con los dedos. Hacia el final de las imágenes, abrí los ojos y Maka lloraba viendo como entraba y salía mi falo y escuchaba que le hablaba sobre las torturas que yo inventaba. Una de mis invenciones favoritas era amenazarla con conseguir un taladro de dentista para...

Para continuar leyendo

Solicita tu prueba

VLEX utiliza cookies de inicio de sesión para aportarte una mejor experiencia de navegación. Si haces click en 'Aceptar' o continúas navegando por esta web consideramos que aceptas nuestra política de cookies. ACEPTAR