Estudio crítico del adagio “La ley se presume conocida de todos” (I) - Instituciones generales - Doctrinas esenciales. Derecho Civil - Libros y Revistas - VLEX 231003257

Estudio crítico del adagio “La ley se presume conocida de todos” (I)

AutorM. Georges Dereux
Páginas651-663

Fuente: RDJ Doctrina, Tomo V, Nro. 7, 197 a 208

Cita Westlaw Chile: DD35322010

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El adagio jurídico1 “La ley se presume conocida de todos”, es seguramente uno de los más conocidos del público; muchas personas que, por lo demás son bastante ignorantes del derecho, saben por lo menos que se presume que lo conocen todo; y una máxima tan banal no es digna, parece, de que se le preste atención. Sin embargo, si no se contenta con un golpe de vista superficial, tal vez se encontrará que ella ofrece un serio objeto de meditación. En efecto, ¿no es por ciertos lados verdaderamente maravillosa? Las Universidades inglesas, parece que confieren á veces á altos personajes ó á sabios que jamás han estudiado el derecho, el título honorífico, pero en la especie puramente ficticio, de doctor en derecho; pues bien, gracias al adagio que hemos recordado, el jurista francés hace más todavía; confiere ficticiamente no á algunos, sino á todos, mucho más que un simple título de doctor: á saber, un conocimiento perfecto de la integralidad del derecho.

Y puede preguntarse si una ficción semejante no nos aparta excesivamente de la realidad. ¿No es peligroso atribuir así á todos una ciencia que no tienen y que no pretenden en manera alguna tener? El “médico á su pesar” no existe más que en comedia; el “jurista á su pesar” debe existir en la realidad? ¿Se reputaría, pues, que conocen todas las leyes, el estudiante que acaba de fracasar en su primer examen de derecho, y aún el paisano iletrado que no habla más que un obscuro dialecto, y hasta el extranjero que atraviesa accidentalmente la Francia sin saber el francés?

Ciertamente, la jurisprudencia y la doctrina, por respeto á la equidad, se han guardado de deducir del adagio tradicional todas sus consecuencias lógicas. Si se lo aplica á menudo, no se lo a plica siempre; no se ha dejado encadenar por la unidad de una fórmula definida. Y esta cons-Page 652tatación nos tranquiliza hasta un cierto punto; ¿pero no nos da al mismo tiempo un nuevo motivo de inquietud? Cuando se nos dice “he aquí un hombre que lo sabe todo”, esto es perfectamente claro, y vemos cómo hay que portarse con él; pero si se nos dice: “Este hombre lo sabe todo, á menos no sepa gran cosa”, henos aquí perplejos. Si la máxima “La ley se presume conocida de todos” es de una aplicación intermitente, ¿cómo se sabrá cuándo debe contarse con ella?2.

Hay en el derecho una incertidumbre que quisiéramos poder disipar; y tal es el objeto del presente estudio. ¿Conviene abandonar por completo el adagio tradicional? Ó si no ¿en qué medida debe conservárselo? He aquí el problema que hay que resolver. Problema delicado seguramente, pero cuya dificultad misma será nuestra excusa si no lo resolvemos.

Pero antes de entrar en el debate, conviene circunscribirlo bien. Sucede, en efecto, que, algunos juristas citan la máxima “La ley se presume conocida de todos” atribuyéndole simplemente el sentido de una presunción refragable. Entendida así, esta regla no contiene nada de ficticio, y no se presta seguramente á la crítica. Es cierto que se tiene generalmente un cierto conocimiento de las reglas jurídicas susceptibles de interesar: la ley está sometida á una publicidad tal, la vemos tan á menudo intervenir á nuestro alrededor en todos los acontecimientos importantes de la vida, hay tantos artículos de tantos diarios que la aprueban ó la atacan sin cesar! En caso de duda, es natural y legítimo presumir en los interesados el conocimiento más bien que la ignorancia del derecho. Y en este sentido, todos estarán de acuerdo para aprobar el adagio.

Por otra parte, y á la inversa, si se da á este adagio el sentido de una presunción irrefragable, hay ciertas leyes que están manifiestamente fuera de su dominio: son aquellas cuya aplicación puede evitarse por la voluntad, aún tácita, de los interesados. Por ejemplo, dos personas celebran una venta, y creyendo que los gastos del acto incumben en principio al vendedor, aumentan el precio de la cosa en el monto de los gastos. En semejante caso, el juez deberá, á pesar del artículo 1593 del Código Civil, dejar los gastos del contrato á cargo del vendedor. Porque este artículo y todas las reglas de derecho análogas, tienen por fin supremo el respeto absoluto de la voluntad secreta de las partes. Y sería en verdad violarla ley mutilar esta voluntad en nombre de la ley3.

Gracias á estas consideraciones, nuestro problema se encuentra limitado, y podemos en definitiva formularlo así: ¿es verdad que nadie esPage 653 admitido nunca á probar una ignorancia (ó un error)4, relativo á una ley que no sea una regla interpretativa?

Comenzaremos por exponer, tan imparcialmente como sea posible, los argumentos que pueden aducirse en favor de una aplicación rigurosa del adagio tradicional.

Ante todo, se dirá: ¿no hay que tener en cuenta que es un adagio tradicional? Modificar la regla antigua, es lanzarse en lo desconocido, es hacer vano el largo trabajo con que los jurisconsultos han adaptado poco á poco esta regla á las necesidades de la práctica, es, por último, exponer á todos á las sorpresas engendradas fatalmente por un cambio de los principios del derecho.

Por otra parte, los textos del Código Civil son formales: “Las leyes... serán ejecutadas, en cada parte del reino, desde el momento en que su promulgación pueda ser conocida”, y el inciso siguiente agrega que la promulgación “se reputará conocida” á la expiración de un cierto plazo; este plazo ha sido modificado con posterioridad á 1804, pero poco importa; no por eso resulta menos que á partir del momento fijado por los reglamentos, “se reputa que todos conocen” la ley. “Es la misma cosa, decía Portalis, haber conocido la ley, ó haber podido conocerla”. Y el mismo Código Civil ha hecho ciertas aplicaciones, de este principio, especialmente en el artículo 1356: (“La confesión judicial. . . no podrá revocarse bajo pretexto de un error de derecho”), y en el artículo 2052: (“Las transacciones. . . no pueden ser atacadas por causa de error de derecho”).

Además continúan los defensores del adagio, no nos apoyamos únicamente en los textos, sino también en la razón. La razón, en efecto, se encuentra en una especie de antinomia: por una parte, se desearía aplicar la ley sólo á las personas advertidas; pero por otra, hay una necesidad social manifiesta en aplicarla á todos. ¿Cómo resolver esta dificultad? Sin duda, si existiera una máquina maravillosa, que, proyectando á través del espacio no sé qué fluido sutil, comunicara invenciblemente á todos un perfecto conocimiento del derecho, proporcionaría la solución ideal del problema. Por desgracia, no se puede, en realidad, vulgarizar la ley sino con ayuda de procedimientos mucho más groseros, tales como la publicación en el Diario Oficial. Por tanto, para salir de dificultades, es fuerza recurrir á otro medio: el Gobierno dará á las reglas del derecho la mayor publicidad posible: hecho esto, es necesario que se presuma quePage 654 todos las conocen. Y esta ficción es tanto menos injusta cuanto que un buen ciudadano debe cuidar el no ignorar las leyes que lo rigen; el que las ignora y lo confiesa ante la justicia para aprovecharse de ello, merece que se le recuerde la regla famosa: “Nemo auditur turpitudinem suam alie gans”; no puede favorecerla falta que se ha cometido.

Y después, esta ficción, ¿está tan lejos como se pretende de la realidad? Es preciso no dejarse impresionar demasiado por el argumento de un buen sentido un poco burdo, que consistiría en decir: “Interrogad al obrero que pasa, por ejemplo sabe nuestro régimen hipotecario; ¿qué queréis que os responda? Nada seguramente, replicaremos; pero interroguémoslo más bien sobre una ley que haya probabilidades de que le sea aplicada; tal vez parecerá mejor informado, y el día en que este obrero necesite tener conocimientos más precisos sobre un punto de derecho, sabrá, sin que se le aconseje, ir á consultar á un hombre competente que le evitará toda enojosa sorpresa.”

Y ahora, prosiguen los partidarios radiales de la regla clásica, después de haber justificado el principio, vamos á deducir sus consecuencias, demostrando que son razonables y generalmente conformes con la jurisprudencia.

  1. Ante todo -esto se reconoce unánimemente- ante los tribunales represivos, jamás el inculpado escapará á una pena probando que no conocía la ley ó que la había interpretado mal; en vano alegaría que su ignorancia era excusable, ó que, en una cierta medida, podía sostenerse su interpretación; en vano citaría sentencias ó autores que han interpretado la ley en el mismo sentido que él; es preciso que se aplique la ley5.

  2. No sólo el error de derecho no suprime el delito, sino que el rigor de los principios prohíbe aún admitirlo como una circunstancia atenuante. A decir verdad, como el jurado no motiva su veredicto, no puede impedírsele violar los principios. Lo mismo si el juez, de policía correccional ó de simple policía, se limita á decir: “Considerando que existen circunstancias atenuantes”6, su fallo escapa fatalmente á la crítica. Pero si, como sucede á menudo, el juez ha precisado los hechos que consideraba comoPage 655 circunstancias atenuantes, y si, entre estos hechos, figura un error de derecho, el fallo es, por este motivo, susceptible de reforma ó casación.

  3. Entremos ahora en el vasto, dominio del derecho privado, encontraremos en todas partes el mismo principio. No se puede escapar á la aplicación de la ley por una simple “yo no sabía”; porque es preciso saber “Cuando una ley pronuncia una caducidad, una prescripción, una nulidad ó una pena cualquiera, el que no se ha conformado á sus preceptos no puede, para evitar su...

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