La ciudadanía cosmopolita y 'el derecho de gentes' de John Rawls - Núm. 5-1, Enero 2014 - Revista Chilena de Derecho y Ciencia Política - Libros y Revistas - VLEX 515757274

La ciudadanía cosmopolita y 'el derecho de gentes' de John Rawls

AutorRodrigo Santiago Juárez
CargoUniversidad Nacional Autónoma de México
Páginas59-79

Ver nota 1

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Introducción

La postura filosófica del liberalismo arranca precisamente con la Ilustración, y con base en aquella mantiene pretensiones de universalidad. Tales pretensiones se refieren a la promoción y protección de los derechos humanos de todos los individuos, independientemente del lugar y las circunstancias en las que se encuentren. Sin embargo, en buena parte de las doctrinas del liberalismo se advierte un concepto de ciudadanía circunscrito a los Estados nacionales.

Tal como lo señalan algunos autores, en esto se basa la paradoja de la Ilustración, ya que, si bien es cierto que sus objetivos de emancipación y sus aspiraciones de igualdad resultan claras, el problema aparece con la herramienta y el procedimiento para su realización: las instituciones políticas operan sobre un territorio delimitado, por lo que siempre dejan afuera a alguien del juego de la igualdad.

Por eso el proyecto ilustrado aparece preso de una inevitable contradicción pues si, por una parte, aspiraba a una sociedad en donde no existieran desigualdades de origen, por la otra el instrumento de materialización de ese proyecto, el Estado, tiene un escenario de aplicación que sólo funciona para unos pocos2.

De lo anterior es posible advertir que si desde su origen el liberalismo plantea que la ciudadanía puede y debe ejercerse exclusivamente en una única sociedad política, las ideas de la justicia que surgen desde esta escuela de pensamiento plantean sociedades construidas bajo parámetros y fronteras delimitadas.

Así, se considera que los límites o fronteras surgen en la filosofía política casi sin que nos demos cuenta. En la tradición liberal, por ejemplo, se lleva a cabo una teoría de la justicia que con frecuencia está llamada a dar cuenta de los derechos de alcance universal y del correspondiente límite de los poderes estatales legítimos. Pero tan pronto como tenemos Estados, tenemos también

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fronteras entre esos mismos Estados. Resulta así que las fronteras y los límites de los Estados resultan problemáticas para cualquier concepción de la justicia con pretensiones universales3.

Por ello algunos afirman que la lealtad de los individuos (dentro de las que destaca la lealtad a la nación) se constituye como una de las características del liberalismo y también en uno de sus límites4.

Si bien algunos autores clásicos dotaron de importancia a la idea de comunidad universal, señalaron también por qué resultaba relevante la existencia y separación del mundo en distintos Estados. En tal sentido, Stuart Mill reconoce una gran importancia a la comunidad nacional y afirma que algunas de las diferencias existentes entre los individuos imposibilitaban abarcar comunidades más extensas, sobre todo la relativa a la multiplicidad de lenguajes.

Así, advierte que «las instituciones libres son casi imposibles en un país compuesto de nacionalidades diferentes, en un pueblo donde no hay lazos de unión, sobre todo si ese pueblo lee y habla distintos idiomas. No puede producirse en tales circunstancias la opinión pública indispensable para la obra del gobierno representativo»5. De tal suerte, la nacionalidad queda también sujeta al significado de ciudadanía, exclusiva de cada Estado.

En otra línea pueden situarse propuestas como la de Hobbes, para quien el Estado constituía la única y fundamental comunidad. Por eso en su distinción se expresa el término de súbditos y enemigos: «infiigir un daño cualquiera a un individuo inocente que no es un súbdito, si ello se hace para beneficiar al Estado y sin violación de ningún convenio previo, no es un quebrantamiento de la ley de la naturaleza, pues todos los hombres que no son súbditos, o bien son enemigos, o han dejado de ser súbditos en virtud de algún convenio precedente»6.

Como vemos, en los orígenes mismos del liberalismo y en la construcción social a que se refiere Hobbes, se reconoce al Estado como la comunidad en la que conviven los individuos y dentro de la cual tendría que reconocerse la ciudadanía.

Los autores contemporáneos continuaron con un esquema similar, en el que la ciudadanía no podía entenderse fuera de los márgenes del Estado. Así, tanto

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en el Liberalismo político, de John Rawls, como en La comunidad liberal, de Dworkin, se analizan problemas relacionados con los límites de la sociedad política.

En efecto, al analizar la idea de la concepción política de la justicia, Rawls toma como punto de partida «sociedades cerradas», que deben ser entendidas de forma «autocontenida» y como si no tuvieran relaciones con otras sociedades7. Si bien el filósofo norteamericano pretende apartarse de cualquier teoría de carácter comprehensivo basándose en valores de tipo político, tiende a constreñir la sociedad a márgenes muy claros8.

En efecto, la sociedad desde su punto de vista se define según los términos de cada Estado, donde cada Estado forma una única comunidad9.

Por ello las pretensiones universalistas y cosmopolitas del liberalismo resultan mediadas y hasta negadas con la aparición de los Estados, ya que entre los individuos y la humanidad se interponen distintas comunidades históricas10, que finalmente se constituyen para la protección de los intereses privados11.

Con el objeto de exponer algunos argumentos que justificaran las fronteras de las teorías de la justicia de corte liberal, Ronald Dworkin señaló que la idea de comunidad también puede ser defendida desde esas concepciones filosóficas.

Desde su punto de vista, la idea de comunidad es importante porque en ella se realiza la vida colectiva, se llevan a cabo los actos oficiales y se ejercen las decisiones políticas, sin que esto suponga la imposición de una idea del bien o de la vida buena a sus integrantes12.

De tal manera, desde la misma escuela liberal se reconoce una importancia estratégica y moral de la comunidad, sin que esto suponga un riesgo para la neutralidad del liberalismo, sino que precisamente por su existencia es posible asegurar la integración y la articulación de las complejidades de toda sociedad democrática13.

Con el objeto de distinguir la concepción de la comunidad desde el libera-

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lismo con aquella defendida por los autores del comunitarismo, se mencionan las siguientes características:

· No es una comunidad homogénea en sus supuestos culturales y éticos, sino una comunidad plural en sus valores, en sus estructuras y sus funciones, que puede mantenerse como común unidad política precisamente articulando esas diferencias en su seno;

· No es tanto un punto de partida de las propuestas normativas de la teoría política o moral (aunque pueda serlo como problema) sino uno de sus puntos de llegada; es decir, la idea de comunidad podrá aparecer al final de una reconstrucción o de un proceso constructivo normativo que parte de la idea de que los sujetos morales autónomos, libres e iguales;

· No es una comunidad definida básicamente por sus rasgos culturales, históricos o lingüísticos, sino, ante todo, por sus estructuras políticas, a partir de las cuales podrá considerarse la importancia o lo problemático de aquéllos rasgos14.

Como podemos ver, al mismo tiempo que la tradición liberal explica y distingue su propia idea de comunidad, establece un concepto de ciudadanía que cumple con las condiciones que aquella supone15y que, por ello, queda restringida a una sociedad específica y delimitada16(autocontenida es el término que emplea John Rawls).

De ese modo, lo que comienza siendo en el liberalismo una teoría sobre la igualdad moral de las personas, termina siendo una teoría de la igualdad moral de los ciudadanos17. Una idea de la justicia como esa no se aplica a los individuos como tales, sino a los que mantienen un estatus específico, es decir, a los que son ciudadanos de esas sociedades18. En otros términos, parece que existe un gran vacío entre los principios universalistas y cosmopolitas que identifican al liberalismo, y la aceptación del Estado como la exclusiva comunidad en que se reconocen tales derechos19.

Es por lo anterior que considero que las teorías de la justicia con una apli-

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cación restringida no logran ofrecer una visión completa de la sociedad, ni tampoco de la ciudadanía. En su concepción de la comunidad liberal, Dworkin afirma que la misma está formada «por aquellos que se ven particularmente afectados por los actos políticamente formales de ésta»20. Sin embargo, entre otras queda en el aire la cuestión de cómo medir el grado de afectación de las decisiones políticas formales de las sociedades modernas.

Esto ha llevado a autores como Ackerman a considerar que existe una paradoja que supone fundamentar una teoría de la justicia en sociedades cerradas por ser «profundamente hostil hacia las mayores aspiraciones del liberalismo político.

La tensión entre los rasgos universalistas del liberalismo y los rasgos defendidos por sus mismos exponentes, que limitan los márgenes de dichas comunidades, termina por adquirir rasgos muy complejos. A un mismo tiempo se critica «la alarmante tendencia a glorificar el Estado-nación» por ser «una enfermedad del espíritu que en las actuales condiciones mundiales no debe pasar desapercibida», para más tarde afirmar que las separaciones estarían justificadas ya que «ningún derecho individual es más precioso que el derecho de la comunidad liberal a mantener un proceso continuado de razón pública que sirve como matriz constitutiva de todos los derechos»21.

La relación entre el liberalismo y la idea de comunidad se mantiene entonces bajo una tensión permanente, pero que recientemente se ha manifestado en forma de síntesis entre conceptos opuestos. Así, la denominación de «nacionalismo liberal» que han propuesto algunos autores, supone una conjunción entre dos ideas que se creían excluyentes22.

De esta forma, los aspectos básicos del liberalismo, tales como la...

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