Consideraciones introductorias al derecho de autor - Bienes - Doctrinas esenciales. Derecho Civil - Libros y Revistas - VLEX 231603841

Consideraciones introductorias al derecho de autor

AutorArcadio Plazas
Páginas235-254

Fuente: RDJ Doctrina, Tomo LXVII, Nro. 2, 21 a 34

Cita Westlaw Chile: DD22152010

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I Evolución de la doctrina y de las instituciones

En el transcurso de las cuatro últimas décadas hemos sido testigos de una impetuosa transformación y ampliación de los criterios jurídicos y de las normas positivas sobre el Derecho de Autor. Lo que coincide con la evolución de todas las instituciones jurídicas, y con los avances de la ciencia y de la tecnología aplicadas a los medios de comunicación que permiten hoy difundir las creaciones intelectuales sin limitaciones de tiempo ni de espacio.

Debo destacar algunos aspectos de esta evolución que resultan indispensables para el propósito introductorio de esta exposición y para el entendimiento cabal de algunos de los puntos que analizaré posteriormente.

El primero de ellos es el de la retardada presencia de las instituciones jurídicas reguladoras del Derecho de Autor sobre su obra frente a los intereses de terceros y de la sociedad misma. Cuidadosas investigaciones en las instituciones romanas, de tanta influencia en la construcción del derecho a través de toda la historia de la cultura occidental, han encontrado apenas ligeros trazos. de protección a través del concepto de la propiedad sobre la materia, sobre la que estaba incorporada o escrita la obra del artista o del escritor “jus in re”. Pero es indiscutible la presencia entonces de normas penales contra los plagiarios. En los escritores, filósofos e historiadores de la antigüedad clásica, se encuentran numerosas citas sobre casos de transgresión al derecho de los autores. Este hecho nos demuestra cómo el derecho Moral del Autor en su primera y más noble manifestación, que es el de respeto a la paternidad de la obra, fue reconocido por las leyes positivas aun antes que los mismos derechos patrimoniales que protegen la utilización económica de la misma.

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Para Jessen1 nada es más falso que el axioma, muchas veces dicho y repetido, de “que las sociedades antiguas no amparaban los derechos de los creadores intelectuales y que Roma, fuente de nuestro derecho, los desconocía”. Y agrega: “La necesidad de justificar teorías opuestas a la división tripartita del Derecho Romano llevó a numerosos juristas a afirmar que los principios de la propiedad sólo eran aplicables a los bienes “materiales y, en el caso de la obra artística, éstos caían únicamente sobre el “corpus mechanicum”, o sea sobre la cosa corpórea en que se imprime la obra, único objeto del derecho, en su opinión. Así, al comprar una estatua, el adquirente se hacía poseedor del mármol, siendo considerado accesorio el trabajo del artista. Esta sutileza nos parece poco importante, pues la realidad es que al pagar la estatua al escultor, el comprador no lo hacía por el precio del mármol bruto y, según el renombre del artista, remuneraba satisfactoriamente el producto de su talento”.

Arnold Hauser, en su conocida “Historia Social de la Literatura y del Arte”2, observa cómo el concepto de la propiedad intelectual se anuncia y echa sus primeras raíces cuando los poetas griegos de la época arcaica hablan al público en nombre propio, a diferencia de los antiguos rápsodas cuyos trabajos se consideraban como colectivos, sin que ninguno de ellos considerara de su propiedad personal los poemas que recitaba. Tal vez así nacieron las estrofas inmortales de Homero, sillares de la literatura universal.

En las páginas, ahora un poco olvidadas, de Oswald Spengler3, al referirse al anonimato que esconde a los autores de una de las más antiguas culturas, se lee: “La conciencia del hombre indio era de tal modo ahistórica, que ni siquiera conoció el fenómeno de un libro escrito por un autor, como acontecimiento determinado en el tiempo. En lugar de una serie orgánica de obras literarias, delimitadas por sus autores personales, fue formándose poco a poco una masa vaga de textos, en los que cada cual escribía lo que quería, sin que nadie tuviera para nada en cuenta las nociones de propiedad intelectual del individuo...”

Durante el largo período que va desde la destrucción del Imperio Romano hasta los albores del Renacimiento, el concepto mismo de la propiedad del autor sobre sus obras y las instituciones jurídicas correlativas se detienen y se ocultan, como los mismos autores y artistas, en los claustros monacales, para el beneficio y goce exclusivo de unos pocos. ElPage 237 trabajo intelectual perdió su línea de constante ascenso para dedicarse principalmente a la conservación de la cultura antigua, en cuanto ello era compatible con los intereses religiosos y políticos predominantes.

Dos hechos importantes para nuestro estudio se registran durante el período del Renacimiento, a saber: La presencia del “genio” creador en todos los campos de la actividad literaria y artística y el invento o perfeccionamiento de la imprenta. Tenemos que aceptar con Hauser4 que sólo cuando se logra la autonomía y la libertad en la productividad del espíritu creador, en sus diversas formas espirituales de expresión, puede hablarse de propiedad intelectual. El aprovechamiento de la imprenta, en forma intensiva y a escala creciente, representó un cambio profundo en la comunicación humana y en las posibilidades de utilización económica de las obras literarias, científicas y artísticas reproducibles por tal medio.

Los regímenes absolutistas que siguieron al Renacimiento vieron en la imprenta no sólo un medio para expandir la cultura, sino también un grave peligro para la conservación de su poder político por la libre expresión de las nuevas ideas filosóficas y políticas del naciente liberalismo y capitalismo. Surge así el régimen de los privilegios, tan cuidadosamente analizado por la doctora Dock5, según el cual, el autor, y más tarde los editores, a medida que fueron adquiriendo de aquéllos las concesiones para la utilización de sus obras, quedaron sometidos a la obligación de obtener una patente o licencia, otorgada por el supremo poder político, para poder dar a estampa y poner en circulación sus obras. Las convulsiones político-religiosas de la época convierten poco a poco el sistema de los privilegios en un medio para la más rígida censura y represión contra la libre expresión del pensamiento.

Con el tiempo los beneficiarios reclamaron no sólo el permiso de imprimir sino también el privilegio exclusivo de hacerlo. Nace así la moderna concepción del derecho patrimonial del autor, cuya concreción jurídica se manifiesta por primera vez en Inglaterra, en los albores del siglo XVIII, en donde, después de una interesante evolución del régimen de los privilegios otorgados al gremio de los editores, se expide la famosa Ley de 10 de abril de 1710, conocida con el nombre de la Ley de la Reina Ana. En ella se les reconoce a los autores el derecho exclusivo de reproducción de sus obras. Es curioso observar cómo en esta Ley se instituye por primera vez el régimen de las solemnidades, registro y depósito, lasPage 238 que debían cumplirse, no ante la autoridad pública, sino ante el “gremio” mismo de los editores.

Cabe observar la similitud entre el régimen de los privilegios y el régimen de las solemnidades o del registro como fuente constitutiva del derecho que conservan aún algunas legislaciones, entre ellas la nuestra. El proyecto de reforma de la Legislación colombiana, que se cursa actualmente en el Congreso Nacional, termina con el régimen de las solemnidades y reconoce el derecho por el simple hecho de la creación. El registro se conserva para dar publicidad al derecho de los titulares y a los actos y contratos que transfieren el derecho, y para garantizar la autenticidad de los títulos y de los actos y documentos que se refieren al derecho de autor.

La Revolución Francesa, por decreto de la Asamblea Constituyente de agosto de 1789, derogó todos los privilegios, entre ellos los concedidos a favor de autores, editores y libreros. En enero de 1791 restablece el derecho a favor de los autores, el que considera, de acuerdo con el célebre informe de Le Chapelier “la más sagrada, la más personal de todas las propiedades”. Esta frase contiene no sólo una declaración simbólica, sino un principio sobre la naturaleza jurídica del derecho que sirvió de base para la construcción doctrinaria y la adopción de leyes modernas en la mayor parte de los estados europeos durante el siglo XIX. La Ley Francesa agrega al derecho exclusivo de reproducción del estatuto de la Reina Ana, característica fundamental del moderno derecho de autor, el reconocimiento de un verdadero “derecho de propiedad” que surge de la creación misma de la obra, sin necesidad alguna de la arbitraria generosidad de los privilegios concedidos por los poderes políticos. Observa Marie-Claude Dock6, que este principio había sido ya reconocido por uno de los últimos decretos del régimen monárquico. Con la sanción democrática de la Asamblea Constituyente queda consagrado como fundamental, dentro de la nueva estructura del derecho civil que tuvo su principal manifestación en el Código de Napoleón, cuyas definiciones y normas sustantivas sobre el derecho de dominio trascienden a nuestras instituciones y a numerosas leyes de otros países. Fue el maestro y jurista Andrés Bello quien incorporó dentro del texto Napoleónico, en el artículo 584 del actual Código Civil Chileno, la concepción original, como lo observa el civilista Santiago Larraguibel Zavala7, de que los derechos del autor y el inventor sobre sus descubrimientos y producciones constituyen una especie de propiedad y no meras concesiones o privilegios que el legislador pudiera otorgarles, ni derechos emergentes de contratos...

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