Cuentos: el pais de las lindas postales, un cuento de Maria Eugenia Escobar. - Núm. 2003, Septiembre 2003 - Cyber Humanitatis - Libros y Revistas - VLEX 56593260

Cuentos: el pais de las lindas postales, un cuento de Maria Eugenia Escobar.

AutorEscobar, Maria Eugenia
CargoCreación

CUENTOS: EL PAIS DE LAS LINDAS POSTALES, UN CUENTO DE MARIA EUGENIA ESCOBAR

Presentamos a continuación uno de los cuentos ganadores del concurso "A 30 AÑOS ... AÚN CREEMOS EN LOS SUEÑOS", organizado por Letras de Chile, El Salón del Libro de Gijón, y Le Monde Diplomatique.

Esta publicación es en homenaje a su autora, María Eugenia Escobar, fallecida recientemente en Santiago.

Letras de Chile lamenta profundamente tan sensible pérdida, y acompaña en su dolor a los amigos y familiares de tan destacada investigadora, crítica y escritora.

El país de las lindas postales

Un cuento de María Eugenia Escobar

Una voz monótona interrumpió mi somnolencia y dijo que debíamos ajustar nuestros cinturones, ya que en unos quince minutos más aterrizaríamos en Santiago, agregando con idéntica vocecilla que la temperatura exterior era de cuarenta grados bajo cero, pero que en Santiago nos esperaban treinta grados de calor. Abrí los ojos y no ví nada, todo era gris, el avión se agitaba y yo, instintivamente, me aferré a los brazos del asiento, mientras me preguntaba si afuera, en ese frío, estaría la temible cordillera de los Andes, donde una vez se había caído un avión uruguayo, y habían sobrevivido su buen lote de pasajeros, claro que me acordaba perfectamente de la película, la había visto cuando tenía menos de quince, y siempre, cuando se me hablaba del regreso, recordaba a esos jóvenes, un poco mayores que yo en aquella época, y me prometía a mí mismo que si algún día me veía obligado a volver, lo haría por tierra, aunque tuviera que cruzar medio mundo. Pero, las cosas se olvidan y la película pasó a un rincón lejano de recuerdos, hasta que ahora, luego de más de veinte horas de vuelo, la recordaba nuevamente. Repentinamente, una fuerte luz reemplazó al gris exterior, ya pasamos las nubes, dijo mi vecino de asiento, allá, allá abajo, mire, ya se ve Santiago. Ví unos cerros pelados color café claro y unas construcciones bajas. Santiago.

Salí sin problemas de policía internacional, me pareció ver una sonrisa irónica en el rostro del policía que timbró mi pasaporte, pero tal vez era mi pura imaginación, no sabía ni me importaba tampoco. En dos maletas livianas llevaba mi ropa de invierno, un par de poleras de marca y el resto eran cajetillas de cigarros americanos, encendedores, unos perfumes de mujer, otros de hombre, y un montón de leseras que había comprado a última hora y que había traído de regalo para amigos de mi padre.

Un montón de gente se trataba de hacer lugar para ver aparecer a algún familiar, así es que dije de inmediato que si al primer taxista que se ofreció para llevarme al centro. Salimos del aeropuerto a gran velocidad, o al menos eso me pareció, ví automóviles que sólo en el cine había visto, buses que despedían un humo gris y maloliente, mientras desde el espejo retrovisor del taxi colgaban un crucifijo, un CD y un zapato de niño, los que se movían al compás de los movimientos zigzagueantes que nos cambiaban de pista a pista sin ni siquiera señalizar.

Ví que el taxista me miraba con curiosidad, y él, al darse cuenta que también estaba siendo observado, me preguntó que de dónde yo era, a lo que le respondí con otra pregunta, que por qué me preguntaba eso, y él, con absoluta calma me dijo que se me notaba que yo era extranjero, a lo cual le respondí que no, que naturalmente era chileno, y él, como evitando entrar en discusiones, se había quedado en silencio y encendido la radio. Le pedí permiso para fumar un cigarrillo, a lo que me respondió que sí, que fume no más caballero, claro que las cenizas me las echa para afuera por favor. Meneando la cabeza se rió un poco y yo no supe por qué.

Lo encontré gesticulando y hablando en voz muy alta. Alrededor suyo, un grupo lo miraba entre sonriente y desconcertado, y entonces, decía él, mi esposa y yo decidimos que nos daríamos el lujo de pasar una nueva luna de miel, pero ella, digo mi esposa, nunca había tomado un avión y decía que sí, que le encantaría viajar a Buenos Aires, pero que el cruce de la cordillera, no, era mejor escoger un lugar aquí en Chile, un lindo hotelito en el sur podría ser, le había dicho, o tal vez irnos a tomar unos buenos baños termales, porque eso de pasar sobre la cordillera, no, no podría, y gesticulaba él recordando, mientras los ojillos azules de los otros lo miraban hablar, lo miraban manotear, pero él que no, sacudiendo la cabeza, que iríamos a la Argentina igual le había dicho él, que yo le tomaría la mano, así, y tomando la mano blanquecina de una anciana, así pasaríamos la cordillera, tomaditos de la mano como dos enamorados, y que yo la abrazaría le había prometido, así, y la viejecilla que ya a estas alturas sólo quería irse, no participar más de este show matinal, mientras él continuaba manteniéndola abrazada como un oso pardo, y claro que sí, le explicaba a su atento público, claro que viajamos, y vinieron unas turbulencias atroces, que hasta yo me asusté un poco, y sentía que mis manos traspiraban, pero me hacía el leso y hacía como que era a ella a quien le sudaban las palmas, y de repente, entre los gritos y llantos de algunos pasajeros, una azafata pasó y ella, piensen ustedes, mi esposa, ella que nunca bebía una gota de alcohol, había dicho con voz clarita que por favor nos trajeran champaña, que si iba a morirse en un avión, quería hacerlo con un vaso de champaña en la mano, y piensen ustedes que en medio de la trifulca la azafata volvió con dos botellitas chiquitas, así, de este porte, mostraba, y dos vasitos de plástico y plaf, plaf, gritaba mientras soltaba a la viejecilla, y metiéndose un dedo en la boca hacía el ruido como de una botella que se destapa, plaf, plaf, salud, salud, y los ojillos azules repitiendo casi a coro, salud, salud riendo como niños.

Y dándose una rápida media vuelta, como si me hubiera visto desde un comienzo, me guiñó un ojo, hizo un gesto con un dedo en la sien y riendo todavía me dijo algo así como que todos esos viejos estaban chalados, mira que escucharlo a él, hablándoles en español, contándoles historias, pero, en fin, peor es hablarle a las paredes, y qué bueno verte hijo, ¿sabes...

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