Presentación del libro Metáforas de perversidad. Percepción y representación de lo femenino en el ámbito literario y artístico, de los editores Ángeles Mateo del Pino y Gregorio Rodríguez Herrera: de ángeles del hogar a "parásitos": la crisis del ideal de feminidad en la Inglaterra de finales del siglo XX. - Núm. 36, Marzo 2006 - Cyber Humanitatis - Libros y Revistas - VLEX 56845719

Presentación del libro Metáforas de perversidad. Percepción y representación de lo femenino en el ámbito literario y artístico, de los editores Ángeles Mateo del Pino y Gregorio Rodríguez Herrera: de ángeles del hogar a "parásitos": la crisis del ideal de feminidad en la Inglaterra de finales del siglo XX.

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Los casi sesenta y cuatro años que la reina Victoria ocupó el trono de Inglaterra se sitúan entre los más prósperos en la historia del país, asociados a una etapa de rápido desarrollo económico e industrial y sorprendentes adelantos técnicos. Inglaterra se convirtió en la primera potencia mundial, en la civilización más avanzada sobre la faz de la tierra, como proclamaron ufanos los ingleses. Sin embargo, en las últimas décadas del siglo XIX, la proliferación de ciertos debates alarmistas en torno a cuestiones de carácter social y económico, unida a las derrotas iniciales de los ingleses en la Guerra Anglo-bóer (1899-1902) y a la creciente rivalidad industrial de países como Alemania y Estados Unidos, hicieron temer de cerca a los ingleses el final de su liderazgo. Según Sally Ledger y Roger Luckhurst (2000: xiii), el final del siglo XIX en Inglaterra fue un periodo de contradicciones, pues si bien por un lado muchos victorianos estaban convencidos del todavía poder ilimitado que seguía conservando la nación inglesa, por contra, el inicio evidente de una etapa de retroceso económico sembró de incertidumbre los ánimos de otro sector importante de la población. Como explican Ledger y Luckhurst, para los más utópicos, el progreso del país era claramente visible en signos tales como la anexión de nuevos territorios al Imperio, la puesta en práctica de mejoras sociales y la llegada de continuos avances en materia tecnológica (entre los que pueden citarse el teléfono, los rayos X, el telégrafo sin hilos o el cinematógrafo). Para quienes el futuro se presentaba más imprevisible, era un hecho innegable que Inglaterra había entrado en un periodo de recesión económica, y este dato, sumado a otras circunstancias a las que me referiré más adelante, fueron el origen de fantasías y temores que calaron profundo en la sociedad victoriana, entre ellos los de la ruina inminente del Imperio británico y el miedo a que la raza inglesa estuviese degenerando y perdiendo vigor.

Como señalan diversos estudios en torno a esta época, el cuerpo saludable fue considerado el factor clave del progreso nacional (Pick, 1989: 212). Para mantener cohesionado el Imperio era, pues, fundamental disponer de hombres robustos y valerosos como primera garantía de éxito (Ledger, 1997: 94). De hecho, los datos del reclutamiento de la época no invitaban a ser muy optimistas y arrojaban cifras poco esperanzadoras para quienes insistían en que la raza inglesa estaba realmente degenerando. Varios miles de hombres fueron rechazados del ejército por no presentar una buena condición física, siendo uno de los motivos del rechazo la incidencia de la sífilis, que azotó con virulencia la sociedad europea de finales de siglo. De la sífilis no escapaban ni tan siquiera los niños recién nacidos, al convertirse la madre infectada en transmisora de la enfermedad. En estos niños la sífilis era la causante de graves problemas, como la deficiencia mental o la ceguera congénita. Se calcula que entre un sesenta y un noventa por ciento de los niños contagiados morían en su primer año de vida (Showalter, 1990: 197).

Numerosas voces se alzaron para alertar sobre el peligro que suponía para el país la degeneración física y moral de parte de su población. Las palabras del matemático Karl Pearson, profesor por aquel entonces del University College de Londres, demuestran hasta qué punto el vigor físico y mental de la raza y el progreso nacional formaban un todo inseparable en las mentes de muchos. En una conferencia pronunciada en 1900, Pearson sostuvo que traer hijos al mundo no era una cuestión que afectara en exclusiva a la familia, sino también a la nación. Pearson fue un defensor de la eugenesia, doctrina según la cual es posible mejorar la raza humana mediante el emparejamiento de individuos fuertes y sanos que engendren una descendencia óptima. Este científico sugería que la importancia de una nación podía venir a menos en apenas dos generaciones si la población nueva era procreada mayoritariamente por aquellos individuos menos capaces física e intelectualmente. Así decía Pearson ante el público allí congregado:

Téngase presente que tan sólo una cuarta parte de los matrimonios de este país -digamos, de una sexta a una octava parte de la población adulta- produce el cincuenta por ciento de la próxima generación. Podrán comprobar entonces lo esencial que es para el mantenimiento de una raza física y mentalmente sana que esta sexta a octava parte de nuestra

población proceda de la mejor casta, no de la peor. Una nación que empiece a manipular la fertilidad puede alterar inconscientemente sus características nacionales antes de dos generaciones [1]. (1900: 329)

Como observa Angelique Richardson, para los partidarios de la eugenesia en Inglaterra -Pearson incluido-, la clase media constituía el eslabón clave de la mejora racial. Por lo tanto, que el índice de natalidad estuviera cayendo entre quienes integraban esta clase era algo que resultaba preocupante (Richardson, 1999/2000: 235 y 249; id., 1999: 2). La consagración de la burguesia como ideal ético, estético y, ahora, biológico trajo consigo la demonización paralela de la pobreza, el alcoholismo, la locura, el crimen, la prostitución y la sífilis como sinónimos de la degeneración, y el consiguiente miedo a que éstos se extendieran incontrolados.

La escena finisecular victoriana también se vio alterada por la aparición de un grupo de mujeres que se rebeló en contra de los patrones de género vigentes, que veían en el ángel del hogar -la mujer sometida a su esposo, a la vez que madre amantísima y sacrificada- el modelo de feminidad auténtica. Frente a esta imagen estereotipada que circunscribió a la mujer al ámbito doméstico y la crianza de sus hijos, las New Women, o Mujeres Nuevas -que así es como se conoce al grupo anterior-, defendieron su derecho a decidir por sí solas sobre sus vidas sin la intermediación del varón, a trabajar fuera del hogar y a desarrollar sus capacidades intelectuales en igualdad de condiciones. Las Mujeres Nuevas llevaron una vida más independiente que la tradicional de la mujer victoriana: algunas estudiaron en la universidad, muchas de ellas trabajaron en puestos remunerados, otras lucharon en defensa de los derechos de la mujer. Mientras unas elegían formar una familia, sin renunciar por ello a sus aspiraciones personales o profesionales, para otras la maternidad no entraba en sus planes, ni tan siquiera el matrimonio.

Un sector importante de la ciencia, la política y la sociedad no tardó en asociar a la Mujer Nueva y sus demandas feministas con la degeneración física y moral. Como se había sostenido tradicionalmente, el deber de la mujer era ser madre, así que los victorianos más reaccionarios, guiados por este principio, acusaron a las Mujeres Nuevas de ser unas degeneradas, al juzgar que carecían del instinto maternal, con el peligro que este hecho suponía para el futuro de una nación necesitada de hombres. Otros tacharon a estas mujeres de histéricas, por los desórdenes psicológicos que, según pensaban, les terminaba provocando su dedicación al estudio y su modo de vida. [2] Para otros, las Mujeres Nuevas no eran más que unas libertinas y promiscuas, por su rechazo del matrimonio en favor de las uniones libres con los hombres. Desde la familia, en los círculos sociales cercanos -que controlaban y condenaban con miradas, palabras o silencios reprobatorios toda acción considerada poco femenina-, desde la ciencia, desde la política, desde los periódicos o desde la literatura se condenó de cualquiera de las maneras posibles a la Mujer Nueva. A pesar de su diversidad, este grupo fue catalogado de forma homogénea por sus detractores. La conducta y acciones de estas mujeres fueron tachadas de poco femeninas (unwomanly) o masculinas (mannish). Para el gran público, las Mujeres Nuevas fueron unas insensibles y unas degeneradas, que sólo se preocupaban por satisfacer sus ansias personales, profesionales o intelectuales.

[ILUSTRACIÓN OMITIR]

Algunos, como Charles G. Harper, se atrevieron incluso a aventurar que la descendencia de la Mujer Nueva podía ser proclive a padecer taras físicas y mentales, causadas por la 'malsana' dedicación de la mujer al estudio. Como escribía Harper en el año 1894, la naturaleza misma "nunca contempló la posibilidad de producir una mujer sabia o musculosa" (cit. en Ledger, 1997: 18). Por lo tanto, la Mujer Nueva, si llegaba a convertirse en madre, podría engendrar niños "canijos e hidrocefálicos". De ser ésta la mujer del futuro y su...

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