El sistema europeo-continental de justicia constitucional - Núm. 1-2005, Julio 2005 - Revista de Estudios Constitucionales - Libros y Revistas - VLEX 42732698

El sistema europeo-continental de justicia constitucional

AutorJosé Ignacio Martínez Estay
CargoDoctor en Derecho, Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de los Andes
Páginas149-171

    José Ignacio Martínez Estay: Doctor en Derecho, Profesor de Derecho Constitucional de la Universidad de los Andes; Catedrático Jean Monnet, Universidad de los Andes. jimartinez@uandes.cl. Artículo recibido el 10 de marzo de 2005 y aprobado el 15 de abril de 2005.

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I Juez y Constitución en Europa continental

Así como Inglaterra y Estados Unidos han vivido bajo un sistema constitucional desde los siglos XVII y XVIII, respectivamente, Europa continental tuvo que esperar hasta el siglo XX para tener una auténtica experiencia de este tipo. Junto al fracaso de la Revolución Francesa, las ideas del liberalismo no prendieron del todo en el ámbito jurídico. A ese respecto Bartolomé Clavero sostiene acertadamente que, en gran medida, el fracaso de la Revolución Francesa y su Declaración de los Derechos del Hombre se debió al nulo papel atribuido a los jueces. El poder se concentraba «en el legislativo con participación del ejecutivo y exclusión del judicial»,1 lo que hacía imposible el respeto y plena vigencia del Derecho. Y es que parece difícil que pueda haber Derecho donde no hay jueces o donde éstos no pueden cumplir su función, pues ¿de qué sirve contar con una declaración de derechos si éstos no pueden ser invocados ante un tribunal?

A la Revolución Francesa le sucede el imperio napoleónico, y a éste «la Restauración y toda una época moderadamente contrarrevolucionaria en buena parte de Europa, con un pie todavía en el absolutismo».2 La restauración monárquica acarreó el surgimiento de un nuevo concepto de Constitución. Se trataba de un concepto «que se pretendía puramente jurídico de Constitución, expresión que ahora servía para designar cualquier tipo de normas que tengan por objeto la organización del poder, garantizando o no las libertades, función esta última que desaparece del concepto».3

El poder se vestía con ropajes de apariencia constitucional, característica propia de las monarquías constitucionales europeas del pasado siglo, en que el monarca autolimitaba su poder otorgando una Constitución. En este marco surge el concepto alemán de Rechtstaat o Estado de Derecho durante el siglo XIX. Como nos recuerda Garrorena, laPage 151 voz Rechtstaat fue consagrada por Robert von Mohl en 1832, «en el marco de las emergentes 'Monarquías limitadas' de los Estados germánicos».4 El Estado de Derecho suponía «la subsistencia para el poder de la Corona y de su Ejecutivo de determinadas zonas de inmunidad frente al Derecho».5 El Rechtstaat no era más que una autolimitación por parte del propio poder estatal.

Las constituciones tenían un carácter revocable, pues «el poder estatal no estaba constituido por la Constitución, sino al revés, el poder precedía histórica y teóricamente a la Constitución que estaba constituida por él».6 Como resalta el profesor Kriele, se trataba de meras tolerancias «que podían en todo momento ser violadas o derogadas», por mucho que el derecho común de Prusia hablase de libertad y derechos universales de los hombres.7 En pocas palabras, Europa continental no tenía una verdadera vida constitucional, por lo que obviamente no conoció la supremacía del derecho frente al poder, o sea, la supremacía constitucional. Sin embargo, las constituciones europeas sí tenían un cierto carácter normativo, pues, como acota Kriele, podían ser aplicadas por los jueces.8 Pero este carácter normativo estaba absolutamente relativizado, desde el momento en que la Constitución carecía de supremacía, por lo que podía ser transgredida por el poder.

Un intento de cambio se produce durante la etapa de entreguerras, en el primer tercio del siglo pasado. Con la Constitución alemana de 1919 se procuró superar definitivamente las dificultades que habían impedido en Alemania una auténtica experiencia constitucional. Pero dicho intento concluyó en fracaso. En Alemania no existía un acuerdo sobre lo fundamental. Más aún, un importante sector de la sociedad alemana rechazaba de plano el marco institucional democrático establecido en esta Constitución.9

La situación no era muy distinta en el resto de Europa continental, en que los procesos democratizadores y la adopción del constitucionalismo toparon también con la existencia de un frágil acuerdo sobre lo fundamental. A la de por sí endeble situación sePage 152 sumó el resurgimiento del positivismo jurídico, debido a las teorías de Hans Kelsen. El jurista vienés creyó posible desligar el derecho de toda cuestión valorativa, reduciéndolo a una pura cuestión de formas. El ordenamiento jurídico es presentado por Kelsen en forma de pirámide, en cuya base invertida sitúa a la norma estructuradora de dicho ordenamiento: la Constitución. Ésta es por tanto la norma suprema del ordenamiento, y en tal carácter determinadora de la validez de las restantes normas inferiores que conforman aquél. A su vez, la Constitución deriva su validez, y por tanto su supremacía, de lo que Kelsen denomina norma básica o fundante (Grundnorm), la que se da por supuesta.10 Como las cuestiones valorativas quedan al margen de la teoría del ordenamiento jurídico de Kelsen, el contenido material de la Constitución resulta indiferente.

Sin embargo, esta misteriosa norma básica tiene muy poco de jurídico, por lo que resulta frustrada la pretensión kelseniana de explicar el Derecho sin recurrir a factores ajenos a él. Como hace presente Leibholz, el «derecho público no puede hacerse independiente por completo de la política».11 Pero además, la teoría kelseniana del Derecho conduce a un absurdo, que en palabras de Heller consiste en que las normas jurídicas «han de establecerse y asegurarse a sí mismas, o sea que carecen de positividad». Y como todo el Derecho se funda en la norma fundamental, que es la pura voluntad estatal sometida a formas, se trata de un Derecho sin normatividad.12 Eso último no deja de resultar curioso en una teoría que ve al Derecho como un conjunto de normas.13

La concepción kelseniana del Derecho concibió necesaria la creación de un sistema, que velase por la concordancia entre las normas inferiores del ordenamiento jurídico con la Constitución. Se debe justamente a Kelsen la creación de los tribunales constitucionales, inventados con ese preciso fin. La Constitución austríaca de 1920 refleja con nitidez la influencia del pensamiento kelseniano, al punto de ser la primera en consagrar un Tribunal Constitucional. Las ideas de Kelsen influyeron también en cierta medida en la Constitución española de 1931, que adoptó un Tribunal de Garantías Constitucionales. Sin embargo, la falta de experiencia constitucional no pudo ser suplida por el positivismo. La presunta asepsia valorativa de éste, en particular la kelseniana, le impidió reconocer que la Constitución no agota el Derecho, y que es necesario contar con un acuerdo mínimo sobre las cuestiones fundamentales. Incluso la doctrina kelseniana conducía, «en último término, a la identificación de derecho y fuerza y a la afirmación de que todo Estado es Estado de Derecho».14

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Pero como recuerda Konrad Hesse, «la primacía de la Constitución escrita no la convierte en la última fuente del derecho».15 Más aún, «la Constitución debe su legitimidad al acuerdo en torno a su contenido, o al menos al respeto del mismo. Pero ni siquiera el más completo acuerdo es capaz de excluir la posibilidad de una contradicción entre la Constitución y los más altos principios del Derecho como último fundamento de la legitimidad. Cuya fuerza de obligar, sin embargo, no puede ser constatada por ninguna otra instancia sino por la conciencia jurídica».16 De ahí el rotundo fracaso que supuso para el positivismo la convulsión que vivió Europa, y en cierto modo el mundo entero, entre 1936 y 1945 (desde la Guerra Civil Española hasta el fin de la Segunda Guerra Mundial). La traumática experiencia de aquel período histórico llevó a que la inmensa mayoría de los países de Europa occidental se comprometieran con los ideales del constitucionalismo y la democracia.

Después de la Segunda Guerra Mundial, Europa adoptó y adaptó una serie de instituciones del constitucionalismo clásico, y otras provenientes de concepciones positivistas. La supremacía y el carácter jurídico de la Constitución se tradujeron en la adopción de cláusulas que proclaman su obligatoriedad para todos los poderes públicos, e incluso para los particulares. Y así, la más emblemática de las constituciones de la segunda posguerra, la Constitución alemana de 1949, consagra su supremacía, juridicidad y directa aplicabilidad. La Ley Fundamental alemana establece expresamente en su artículo 1.3 que los derechos fundamentales que consagra «vinculan al Poder Legislativo, al Poder Ejecutivo y a los tribunales a título de derecho directamente aplicable».

Algo similar se contempla en los artículos 9.1 y 53.1 de la Constitución española. En base a ello la doctrina y jurisprudencia españolas se han referido al carácter jurídico de la Constitución, entendiéndola como una gran norma jurídica de directa aplicación. Ese es el sentido de expresiones como «normatividad» o «valor normativo directo», tan comunes en aquellos ámbitos, y de las que me haré cargo más adelante. Pero esas cualidades constitucionales se traducen también en la consagración de tribunales constitucionales en ambas Constituciones.17

II Los Tribunales Constitucionales

Probablemente la creación de los tribunales constitucionales es una de las mejores demostraciones de la falta de tradición constitucional de Europa continental. Como destaca Pérez Royo, la existencia de estos tribunales no es «síntoma de buena salud consti-Page 154...

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