Tensiones del derecho actual - Instituciones generales - Doctrinas esenciales. Derecho Civil - Libros y Revistas - VLEX 230994061

Tensiones del derecho actual

AutorEnrique Barros Bourie
Páginas119-143

Fuente: RDJ Doctrina, Tomo LXXXVIII, Nro. 1, 9 a 23

Cita Westlaw Chile: DD35652010

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Positivismo y legalismo
  1. Estas reflexiones1-2 evocan la vinculación del derecho a los bienes jurídicos de la eficacia, la seguridad y la equidad. Con ello se alude inevitablemente a una de las disputas más fervorosas de la filosofía y la teoría del derecho modernas: la que apunta a las relaciones entre el derecho vigente -esto es, el derecho positivo- y los principales fines o valores de nuestra convivencia social.

Sin embargo, no es mi intención reincidir en la discusión abstracta entre los partidarios del derecho natural y los iuspositivistas, que en las universidades chilenas tiene una tradición intelectual tan extensa como infértil. Mi propósito es más bien reflexionar acerca de nuestro positivismo jurídico real, dominante en la cultura legal chilena, y que poco tiene que ver con esas discusiones teóricas que se llevan a cabo en el terreno fronterizo del derecho con la filosofía ética y política.

El positivismo jurídico práctico tiene sus orígenes ideológicos en una interpretación bastante simplista del principio político de la separación de poderes, en virtud de la cual el derecho es la ley promulgada por el legislador, de modo que la tarea de los jueces y expertos en derecho sería conocer normas legales.

Esta actitud frente al derecho ha sido dominante en nuestro país durante largo tiempo y no es ajena al espíritu de la codificación civil y a la enorme influencia intelectual ejercida por Andrés Bello. Especialmente se vincula a su doctrina de las fuentes del derecho y del método jurídico.

El Código Civil chileno enuncia en su Título Preliminar una teoría de la ley poderosamente positivista. Es el caso, desde luego, de la definición del artículo 1°, que entiende la ley como una declaración de vo-Page 120luntad soberana, éticamente neutral y cuya validez sólo depende de que se haya observado el procedimiento de aprobación establecido por la Constitución vigente. Y en el segundo artículo, modificándose el criterio del proyecto de 1853, se establece la completa subordinación de la costumbre a la ley, al no reconocérsele valor “sino cuando la ley se remite a ella”. A su vez, los principios, la fuente dinámica que mantiene en movimiento un orden de derecho, aparecen formulados como “espíritu general de la legislación” y son relegados al carácter de fuente supletoria de interpretación y de superación de conflictos entre normas, en el artículo 24°.

A ello se agrega un método de interpretación que hace predominar el elemento semántico por sobre los demás, en el artículo 19°. Es cierto que la jurisprudencia más reflexiva ha reinterpretado las normas de hermenéutica establecidas por el Código (lo que de por sí muestra los límites prácticos de las reglas legales de interpretación). Y se ha establecido que no hay un orden de precedencia entre los métodos de interpretación de los artículos 19° y siguientes. Con todo, caben pocas dudas de que esas reglas, y en especial la del artículo 19°, expresan una preferencia del codificador por un método que hoy llamaríamos “legalista”, que supone la subordinación intelectual del juez al texto de la ley.

No hay que asombrarse por esta opción que adopta el Código, pues una de las grandezas de Bello fue haber tenido la sensibilidad necesaria para percibir las exigencias de sus tiempos. En todos los lugares y épocas parece haber una relación estrecha entre la codificación y un método jurídico sumamente restringido, que parece ser condición para que el Código se imponga y logre modificar las prácticas judiciales anteriores a su vigencia.

En muchos casos la codificación ha estado acompañada incluso de la prohibición de interpretar la ley. Así, los decretos imperiales de Justiniano promulgatorios del Digesto prohibían hacer comentarios de sus leyes y sólo admitían la interpretación literal: “Confirmando de nuevo lo que ya mandamos desde el primer momento de hacer la recopilación, prohibimos a todos que nadie de los presentes o futuros escriba comentarios de estas leyes, excepto si quisiera traducirla a lengua griega, y sólo haciendo la interpretación que se dice al ‘pie de la letra’. . ., sin hacer nada más en absoluto sobre estas leyes, ni dar nueva ocasión de controversia, duda o profusión de las mismas”3. Los códigos alemanes del siglo XVIII establecieron reglas similares. Y el Código Civil francés de 1804 fue objeto de tal veneración formal desde su entrada en vigencia, que se le asoció aPage 121 una técnica de interpretación exegética, cuyo único objetivo era inferir del texto de la ley la intención del legislador, lo que se expresó en la célebre frase de Bugnet: “je ne connais pas le droit civil; je n’enseigne que le Code Napoleón”.

Ocurre que la codificación está por lo general acompañada de un sentido de plenitud, que tiende a consolidar el statu quo jurídico establecido por el código. A ello se agregaba, en el caso de Bello, su distancia crítica frente a las malas prácticas judiciales de la época, lo que lo hacía aún más proclive a acentuar las ventajas de la legislación. Los artículos de Bello en “El Araucano” nos ilustran de su tendencia a limitar la actividad de los jueces y a considerar la interpretación como la consecuencia indeseable de un defecto de claridad de la ley, más que la tarea jurídica por excelencia.

A lo anterior se añade una razón más profunda para considerar la interpretación como un acto de mero reconocimiento de la voluntad del legislador: la doctrina del método jurídico dominante en Europa desde el segundo cuarto del siglo XIX, enunciada por el profesor de Berlín Friedrich von Savigny y que, como lo acreditan los trabajos de Alejandro Guzmán4 y de Hugo Hanisch5, fue conocida por Bello mediante una traducción francesa. Cualquiera haya sido la influencia efectiva de Savigny sobre Bello en materia de interpretación, no cabe duda de que sus ideas sobre la materia son, al menos en un punto esencial, coincidentes con las de éste. Según la doctrina romántica de la interpretación, sustentada por Von Savigny y basada en la doctrina hermenéutica de Schleiermacher, la comprensión de un texto supone reproducir el pensamiento que le dio origen. De acuerdo con esta doctrina de la interpretación, no hay en el acto hermenéutico tensiones insuperables entre el sentido originario y el actual de un texto. Tampoco plantea limitaciones serias la circunstancia de que el texto legal sea general y abstracto y que el acto de interpretación suponga siempre su aplicación para resolver una controversia cierta y concreta. A ello se agrega, en el caso de nuestro Código Civil, la aludida supremacía del elemento semántico, tomada del Código de Louisiana6, de modo que la letra no es sólo medio y límite para la interpretación, sino que constituye más bien su objeto.

En suma, nuestra tradición positivista real no es ajena al espíritu ni a la letra de la codificación. A ello se sumó la temprana adopción por la jurisprudencia nacional de una doctrina extrema de la separación de po-Page 122deres, que se tradujo en la inhibición de los tribunales para controlar jurídicamente la acción de gobierno y de legislación. De absoluta claridad al respecto es un dictamen de la Corte Suprema al Gobierno en el año 1848, en que el tribunal expresaba su incompetencia para pronunciarse sobre la constitucionalidad de los actos de los otros poderes públicos7.

Los costos del legalismo
  1. Parece llegado el momento de repensar las negativas consecuencias que han tenido esas doctrinas sobre la interpretación en el derecho chileno. Con ese objeto, me referiré primeramente al derecho privado.

    Ante todo, el formalismo metódico ha provocado que el derecho civil sea considerado como un sistema completo de proposiciones normativas, que da respuesta final a todos los problemas jurídicos. En el fondo, el Código se transformó en una especie de texto sagrado de naturaleza cívica, de modo que la tarea del jurista se reduciría estrictamente a conocer las conexiones internas entre sus normas. Lo que pase en la sociedad y en la economía es, de este modo, irrelevante para el juez o el abogado, en tanto esos problemas reales no sean asimilables al lenguaje y estructura del código.

    Así, la práctica judicial y doctrinaria chilena ha contradicho las bellas palabras iniciales del mensaje, que nos hablan de la conveniencia de adecuar periódicamente el derecho en razón de “la modernización de las costumbres, el progreso mismo de la civilización, las vicisitudes políticas, la inmigración de ideas nuevas, precursora de nuevas instituciones, los descubrimientos científicos y sus aplicaciones a las artes y a la vida práctica, los abusos que introduce la mala fe, fecunda en arbitrios para eludir las precauciones legales”. Pero ocurre que estas razones para introducir cambios progresivos en el derecho vigente tienden a agotarse una vez que un nuevo código entra en vigencia, pues toda codificación que penetre en el espíritu de los juristas posee una fuerza inmanente que rehúye el cambio y que la hace impermeable a la reflexión externa. Con todas sus ventajas, el destino de los códigos modernos ha sido inmovilizar el desarrollo derecho mientras la cultura legal no vuelva a percibir al código como un mero “estado de cosas”, como un proyecto inacabado, con vacíos y contradicciones.

    Ejemplos de esta evolución se encuentran en códigos civiles como el francés y el alemán, dotados respectivamente de una enorme legitimidad política y científica, y que, sin embargo, han dado lugar durante este siglo a una riquísima innovación, cuyos protagonistas han sido laPage 123 ciencia jurídica, la jurisprudencia y el propio legislador. Por el contrario, la transformación del derecho civil en un orden lógico-conceptual, cuya mayor sutileza es establecer conexiones sistemáticas al interior del Código, tiende a...

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