El travestismo femenino como modelo contracultural. - Núm. 48, Marzo 2009 - Cyber Humanitatis - Libros y Revistas - VLEX 632228861

El travestismo femenino como modelo contracultural.

AutorIsmael Guti

Que una mujer se cubra hoy el cuerpo con ropas masculinas--una imagen quizás no tan habitual en el paisaje urbano de nuestros días como la del travesti masculino--apenas levantará suspicacias en los contextos masculinos más conservadores, pero no debemos pasar por alto que en épocas de mayor cerrilismo que la actual era todo un reto que no estaba exento de peligros. Invadir territorios prohibidos a las personas de su sexo o desear a otras mujeres eran, junto a la pobreza, la voluntad de defender la patria o la resistencia a separarse del hombre al que se amaba, algunas de las presiones que favorecían la adopción en las féminas de la máscara, del encubrimiento, del simulacro. En relación con el cambio de atuendo en una época imprecisa en que ciertas profesiones sólo estaban autorizadas a los hombres, los investigadores holandeses Dekker y van de Pol evocan una canción popular infantil que relata la historia peculiar de una doncella que decide hacerse marinero y logra permanecer durante siete años en la Marina. No obstante, su torpeza al izar las velas acaba delatándola, por lo que la muchacha, para escapar del castigo, confesaría su verdadero sexo y se ofrece como amante al capitán del navío (1). Este será el modelo primordial de un suceso, que por su repetitividad, alcanzará el rango de tópico. En el ámbito de la historia, una de las mayores audacias del impulso lésbico (o una de las más conocidas) se la debemos a sor Benedetta Carlini, una abadesa italiana del convento de las teotinas que sedujo a una compañera de faenas "travistiéndose" de ángel. ¿Cómo consumó esta artimaña insólita en una religiosa del Renacimiento? Pues simplemente con la voz y la magia blanca. Hablando presuntamente con la voz del ángel Splenditelo, persuadía a la monja objeto de sus deseos de que para aprender latín era preciso que "él" le acariciara el pecho, cosa que hizo hasta que fue denunciada por las autoridades eclesiásticas.

Los ejemplos, provenientes de todas las representaciones de la cultura, de la historia, el folclore, la literatura o de las artes plásticas, se cuentan por millares, pues el disfraz varonil, amén de las pulsiones eróticas que en ocasiones motivaban su uso, o incluso como complemento de esos propósitos, se posiciona como una estrategia empleada, si no siempre contra el heterocentrismo asfixiante que ha dominado en las culturas patriarcales, al menos sí contra antiguas concepciones antifeministas, según las cuales la mujer debía estar al servicio de las necesidades de los hombres y, a la vez, bajo la protección y el dominio del varón, ya fuera éste padre, esposo o amante. En este sentido, la indumentaria masculina adornando el cuerpo de una mujer constituyó un salvoconducto que abría el camino hacia el horizonte de la libertad individual, cuando no supuso un arriesgado subterfugio que, en entornos cotidianos poco amigos de las hembras, avalaba su subsistencia, razón por la cual las heroínas de la épica y del drama del siglo XVII (2), las santas del calendario, las "doncellas guerreras" de los romances medievales y hasta algunos personajes femeninos del Quijote o de los Desengaños amorosos (1647) de María de Zayas y Sotomayor, se enfundaban ropas características del sexo opuesto.

Naturalmente, no se nos escapa el hecho de que, con el cruce de género, "ella", es decir, el sujeto femenino, pasa en cierta medida a hacer las veces de "él", de forma que, salvo cuando la suplantación se reduce a mero divertimento intrascendente--algo palpable en específicos intentos de las prostitutas por seducir a sus clientes o en prácticas rituales en las que interviene el disfraz-, la mujer permanece sujeta a las leyes del patriarcado, incapaz de vencer la situación de inferioridad que la ha venido afligiendo desde tiempos lejanos. En la vida real han quedado registrados los casos de obreras que usaban vestimenta de trabajo masculina, ya sea para eludir el acoso de sus compañeros, ya para ejercitar actividades laborales a las que no tenían fácil acceso. Así, en el Buenos Aires de 1907 despunta la tentativa de la española María López, entre cuyos planes no estaba brindar su vientre para el futuro de la patria de origen ni de la adoptiva; como necesitaba trabajar, resolvió desde su infancia huérfana de Lugo vestirse con sombrero de ala ancha, saco y camisa ordinarios, pantalón metido dentro de las cañas de las botas masculinas y un chambergo común. Y de esta guisa arribaría al Río de la Plata con tan sólo dieciséis años, trabajando primero en Pirán como peón en una estancia, hasta que un día, durante una visita a la capital argentina, llamaría poderosamente la atención con su insólito atavío, que resultó, en opinión del agente de Investigaciones, E. Franchini, "altamente sospechoso". Según recogió el periódico La Prensa en aquel entonces, "Después de anotarse sus datos personales, y no existiendo motivo para mantenerla detenida, se la dejó en libertad, pero se la hizo vestir las ropas propias de su sexo que llevaba en una valija" (3).

Muchos de los archivos históricos conservados, lo mismo que actas notariales, grabados, biografías y memorias más o menos ficcionadas nos dan suficientes pistas de numerosas transgresiones de esta índole. Sobre la veracidad de otros casos, en cambio, planea la sombra de la duda cuando las crónicas, los periódicos de la época, los anecdotarios, los tratados de medicina, los informes de viajes u otros documentos no avalan la historicidad de los mismos. No obstante, eso no descalabra el poder sugestivo de fuentes menos rigurosas, pues, en verdad, si queremos disfrutar con absoluta holgura de los discursos más imaginativos sobre el travestismo femenino debemos dirigir la vista a la ficción (entendiendo la palabra "ficción" en todas sus acepciones), es decir, novelas, cancioneros populares, cine, teatro y ópera, producciones en las que el tema muchas veces se dirime de un hecho con base real.

Como quiera que la mujer ha estado siempre socialmente en desventaja respecto del sujeto masculino, hasta el punto de que en el seno de ciertas familias la llegada al mundo de una hembra ha sido vista como una calamidad, la táctica del travestismo viene a encarnar una frágil alternativa escogida para sortear los incontables escollos de un destino que, para algunos personajes, se vislumbra sembrado de espinas. En el siglo XIX un joven apuesto, rico y brillante llamado Sandor se casa con una joven que lo amaba tiernamente. Sandor, sin embargo, no se priva de timar a su propio suegro en un asunto de propiedades. Llevado a juicio, y durante un examen médico, se determina que Sandor es en realidad Sarolta, princesa húngara criada como un muchacho por su propio padre que, de acuerdo con una prefiguración de la fábula freudiana, según la cual la mujer siente envidia por el pene del hombre, se lamentaba de no haber tenido un hijo varón. Pero dos siglos atrás, durante otro juicio médico, se revela también que el cirujano Eleno de Céspedes es en realidad Elena de Céspedes, la cual justificaría el aspecto femenino de sus órganos aduciendo que se había castrado accidentalmente mientras hacía experimentos científicos con su propio cuerpo. ¿Cómo explicaba la presencia de los senos? Según refirió al tribunal que la juzgó, no eran de mujer, sino abscesos producto de heridas de guerra (4). En estos y otros incidentes, a cual más pintoresco, el traje es el eje del engaño y el desvestirse, por lo general, conducirá ineludiblemente hacia el trance fatal.

Porque es necesario recalcar que el significado subversivo ligado al travestismo puede verse interrumpido bruscamente en cuanto la posibilidad del descubrimiento amenaza con echar por tierra la continuidad del fraude, lo que le supondrá a la ejecutante la pérdida de su libertad, de casi todas las prebendas que tan afanosamente había ganado con su ingenio, o a veces, incluso, el sacrificio de su propia vida. En el peor de los casos, ésta no se libraba de recibir una amonestación que, vertida en un tono paternalista, pretendía minar la impetuosidad de esta mujer virilizada en el arte de la metamorfosis y evitar su reincidencia en tan atípica conducta, advirtiéndosele de paso del veredicto que se le aplicaría de persistir en su mascarada. Si bien unas pocas mujeres salieron ilesas de la sofisticada trama que idearon, ya sea porque el secreto de su impostura sólo saldría a la luz tras su muerte, ya sea porque la delación no tuvo graves consecuencias para su integridad personal (así le sucedió, por ejemplo, a la soldado del ejército del zar Nadezhda Durova, al ciudadano norteamericano conocido como Murray Hall o al jazzista Billy Tipton, cuyo verdadero nombre era Dorothy Lucille Tipton), otras, con menos suerte, pagaron caro el haber sacrificado en el altar del universo androcéntrico la sujeción a normas hermanadas a la potestad varonil, baluarte de estereotipos sociales y sexuales fosilizados a lo largo de los siglos.

Si, como hemos señalado, la literatura, el discurso cinematográfico y otras realizaciones artísticas y culturales han explotado hasta la saciedad y de diversas maneras el tópico de la mujer disfrazada de varón, es porque su performatividad conecta con obsesiones milenarias enraizadas en la psique del ser humano. Testimonio de ello son las Metamorfosis de Ovidio, donde se relata la historia de fis, a la que desde su nacimiento su madre hizo pasar por niño por temor al castigo del padre, que deseaba un varón a toda costa, o los cuentos orientales de Las mil y una noches, en uno de los cuales, un relato largo, casi una novela, aparece una princesa guerrera y jugadora de ajedrez llamada Budur, por no mencionar la trilogía de Tolkien El señor de los anillos (1954-55), donde encontramos el ambiguo personaje de Eowyn, o, pasando a otro medio de representación cultural, la cinta de dibujos animados Muían, de la Factoría Disney (1998).

Aunque con objetivos distintos, en tiempos modernos la mujer ha acudido igualmente...

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