Sobre la vinculación del juez penal a la ley - Derecho Penal y el Estado de Derecho - Libros y Revistas - VLEX 68951895

Sobre la vinculación del juez penal a la ley

AutorEnrique Bacigalupo
Cargo del AutorCatedrático Derecho Penal Magistrado Tribunal Supremo de España
Páginas40-58

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I

La Constitución establece que los jueces están "sometidos únicamente al imperio de la ley" (art. 117.1). El Código Penal, sin embargo, dice algo más: tanto el art. 2 CP como el art. 4.3 NCP imponen a los tribunales aplicar la ley penal, aunque a su juicio el hecho no sea merecedor de pena y, además, sancionar al autor en la forma prevista en la ley, aunque la pena resulte desproporcionada con "el grado de malicia y el daño causado por el delito". El párrafo 2 del art. 2 CP fue introducido en la reforma de 1850 y al parecer no se supo, en su momento, por qué razón. PACHECO dice en este sentido que "quizá lo inspiraron en aquella ocasión las acumulaciones de penas a que dio lugar el art. 76, ora sin motivo, ora con motivo".1 El art. 76 del Código de 1848 contenía una norma prácticamente idéntica a la del actual art. 69 CP, es decir, una norma que establecía el principio de acumulación ilimitada de penas para el caso del concurso real, principio que no fue modificado hasta que, en el Código de 1870, se introdujo el límite del triplo de la pena más grave (art. 89, ), que todavía conserva el vigente art. 70, CP (art. 76.1 NCP). 39 Page 41

II

Aunque las razones que inspiraron el art. 2.2 CP en 1850 tampoco resultan claras desde una perspectiva político-criminal, pero, no cabe duda que expresan una idea de cuál es la vinculación especial del juez a la ley penal.

La sujeción del juez a la ley resulta, de esta manera, sumamente estricta pues, como se dijo, por un lado se establece que los jueces no pueden decidir sin un fundamento legal sobre la punibilidad o no de una conducta; por otro, que deben aplicar la ley sin tomar en consideración el resultado de esta aplicación. La primera cuestión es, en principio clara, si se la entiende desde el punto de vista de las competencias legislativas y judiciales, pues los jueces están limitados a la aplicación del derecho creado por el legislador. Éste es el contenido del principio de legalidad. La disposición es menos clara, sin embargo, si lo que quiere decir es que los jueces deben aplicar la ley de una manera literal, o, dicho con otras palabras, si el juez está vinculado por un texto legal que no puede interpretar o que sólo puede interpretar en modo limitado. La consecuencia de este entendimiento del art. 2.2 CP se manifiesta, en principio, en que los jueces no deberían considerar en sus decisiones si el resultado de la aplicación de la ley es justo en relación al caso concreto y, más específicamente, si la pena es o no proporcionada a la "malicia" o al daño causado. Ello es tanto como decir que las penas se deben aplicar sin considerar la gravedad del delito concreto, algo que choca con la exigencia de justicia y proporcionalidad de las penas ya requerida por MONTESQUIEU y BECCARIA.

Una vinculación del juez a la ley como ésta es, ante todo, explicable en el contexto de las concepciones constitucionales en las que nació el 2º párrafo del art. 2 CP en 1850. A este respecto parece que tienen menos importancia los acontecimientos políticos concretos que rodearon aquella reforma que las ideas jurídicas que, con cierta independencia de tales sucesos, estaban en la base de la estructuración del Estado. Dicho de otra manera, no importa tanto que la reforma de 1850 haya sido consecuencia de impulsos políticos conservadores posteriores al "bienio liberal" que lo precedió, como que el pensa- Page 43 miento de la época sobre la división de poderes estaba apoyado todavía en los conceptos teóricos que fueron patrimonio de la ciencia jurídica de principios del siglo XIX.

La expresión más precisa de estas ideas es, probablemente, la que se encuentra en la Constitución de Cádiz de 1812, que distinguió entre la aplicación de las leyes y la interpretación de las mismas, asignando la primera tarea a los tribunales (art. 242) y la segunda a las Cortes (art. 131,1ª). De esta manera la "aplicación" y la "interpretación" de la ley se convirtieron en un criterio objetivo de la división de poderes. En este marco se explica que el Supremo Tribunal, creado por la Constitución de Cádiz, tuviera que "oír las dudas de los demás tribunales sobre la inteligencia de alguna ley y consultar sobre ellas al Rey con los fundamentos que hubiere para que promueva la conveniente declaración en las Cortes" (art. 261,10º).

Las Constituciones de 1837 (art. 63), de 1845 (art. 66), de 1869 (art. 91) y de 1876 (art. 76) no volvieron a mencionar expresamente la distinción entre aplicación e interpretación de las leyes, pero, en todo caso, sólo reconocieron a los tribunales la facultad de aplicar las leyes. Ello es un síntoma claro de que en todas ellas el constituyente no dejó de lado la contraposición entre aplicación e interpretación y de que, cuando se introdujo el segundo párrafo del art. 2 CP, se pensaba que los tribunales sólo podrían aplicar la ley, aunque no estaban autorizados a interpretarla. Si se tiene en cuenta el trasfondo de ideas políticas que orientaron la Constitución de 1845, se comprende fácilmente que el constituyente no trató de incrementar los poderes de los Tribunales, sino reducir los de las Cortes en favor de la Corona y, por lo tanto, mal podría entenderse que el horizonte constitucional de 1850 permitía suponer una ampliación de las funciones del Poder Judicial respecto de la configurada por la Constitución de Cádiz. Aunque la Constitución de 1845 haya atemperado la idea tradicional de una Monarquía que concentraba el poder sin división del mismo,2 sólo manifestó su propósito en la definición de las relacio- Page 42 nes entre el Rey y las Cortes. El Poder Judicial, como tal, no parece haber entrado en consideración.

En consecuencia, el segundo párrafo del art. 2 CP debe ser entendido a partir de su contexto histórico-constitucional, como la expresión de la ideología jurídica dominante respecto de la función del juez en el siglo XVIII y principios del siglo XIX. Si esta concepción de los poderes del Estado se ejemplifica a través de uno de sus máximos teóricos, MONTESQUIEU, se comprueba que, en realidad, el Poder Judicial no era un poder del Estado en sentido auténtico. Ciertamente, decía MONTESQUIEU que "todavía no habrá libertad si el poder de juzgar no está separado del Legislativo y del Ejecutivo" y que "si se encuentra junto con el Legislativo, el poder sobre la vida y la libertad de los ciudadanos será arbitrario: el juez sería el legislador. Si está junto al Poder Ejecutivo -agregaba- el juez podría tener la fuerza de un opresor".3 Pero, también afirmaba pocas líneas más tarde que "el poder de juzgar, tan terrible entre los hombres, no estando ligado ni a un cierto estado (se refiere a la nobleza, a los ciudadanos, etc.) ni a una determinada profesión, se convierte, por así decirlo, en invisible y nulo".4 Ésta no es sino la consecuencia de que "los tribunales no deben estar constituidos en forma permanente" y de que "sus sentencias jamás deben ser otra cosa que un texto preciso de la ley; si fueran una opinión particular del juez, viviríamos en sociedad sin saber precisamente cuáles son las obligaciones contraídas".5Este punto de vista tuvo una singular trascendencia en el ámbito del derecho penal europeo de aquel tiempo. "Ni siquiera en los jueces penales puede residir la autoridad de interpretar las leyes penales, por la misma razón que éstos no son legisladores", decía BECCARIA.6 Y completaba su idea con palabras tajantes: "Nada es más peligroso que el axioma común que indica que es necesario consultar el espíritu de la ley" (...) "El espíri- Page 43 tu de la ley sería el resultado de una buena o mala lógica de un juez, de una digestión fácil o malsana; dependería de la violencia de sus pasiones, de la debilidad del que sufre, de las relaciones del juez con el ofendido, y de todas aquellas pequeñas fuerzas que transforman las apariencias de todo objeto en el ánimo fluctuante del hombre".7 A su vez FEUERBACH reiteró estos conceptos en 1804 al sostener que "el juez está vinculado a la palabra estricta y desnuda de la ley" (...) "su tarea no debe ser otra que la de comparar el caso dado con sus palabras y condenar sin consideración del sentido y espíritu de la ley, cuando el sonido de las palabras condena, y absolver, cuando éste absuelve".8 Consecuencia de este punto de vista era la prohibición de la interpretación que también FEUERBACH sostuvo.

Antes de la Constitución de Cádiz esta visión del problema no había tenido una acogida en España exenta de discusión.9En lo sustancial, sin embargo, la prohibición de la interpretación fue admitida con todas sus consecuencias. Prueba de ello es que el antecedente más claro de la concepción de la Constitución de Cádiz de 1812, la obra de LARDIZÁBAL, en este punto sólo se distanció aparentemente de BECCARIA. LARDIZÁBAL afirmaba: "no creo, pues, que sea tan peligroso, como pretende el Marqués de Beccaria el axioma común, que propone por necesario consultar el espíritu de la ley",10 pero agregaba que "quando la ley es obscura, quando atendidas las palabras, se duda prudentemente" (...)"entonces no debe ni puede el juez valerse de su prudencia para determinar, aunque parezca justo; sino ocurrir al Príncipe, para que declare su intención, como se previene en nuestras leyes".11 Por lo tanto: "si la ley es clara y terminante, si sus palabras manifiestan que el ánimo del legis- Page 44 lador fue incluir o excluir el caso particular, entonces, aunque sea o parezca dura y contra equidad, debe seguirse literalmente".12 De lo contrario, concluye la argumentación, el juez "usurparía los derechos de la soberanía".13

El contexto histórico, constitucional y teórico-jurídico que rodea al art. 2.2 CP traduce pues una idea del Poder Judicial con facultades limitadas, consecuencia de una concepción de la división de poderes basada en la distinción entre interpretación y aplicación de la ley, en la que la interpretación del derecho se identificaba, evidentemente, con su creación.

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